02 junio 2015

MdT: Un acto de locura (VIII)











“En España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos.
Estas cosas me parecen aterradoras. Porque es muy probable que estas mentiras pasen a la Historia...
Y cuando hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará universalmente. Un mundo de pesadilla en que los gobernantes controlan no sólo el futuro, sino también el pasado“.
   (George Orwell, “Mi guerra civil española“)
  
     
   (Madrid, 3 de Mayo de 1808)
  
   - ¡Mentiras! ¡Una sarta de mentiras!
   Francisco de Goya estaba furioso. No podía dar crédito a los informes oficiales. Eran las siete de la mañana: en cuestión de horas, los periódicos proclamarían a los cuatro vientos la misma versión. La misma falsedad.
   - Ayer lo vimos todo desde aquí. Bajamos a atender a los heridos. Estuve retratando a los muertos. ¡Fue un horror! Tuve que pintarlo, para que no me reventara la cabeza. ¡Ella no pudo ni dormir! ¿Cómo van a negar todo eso ahora?
   - Controlan los medios de comunicación, señor -repuso el mayordomo Isidro; su lenguaje de signos estaba lleno de resignación-. No podemos hacer nada.
   - ¿Así, sin más? La versión oficial dice que los capitanes del Parque de Artillería enloquecieron; como si no conociéramos la serenidad de Daoiz. Los que enloquecieron fueron los franceses, ¡masacraron la ciudad! ¿Y el Gobierno dice que esto sólo fue un motín de cuatro lunáticos? ¿Eso es lo que dirá la Historia?

   Amelia se sobresaltó: de repente, el pintor la estaba mirando fijamente a ella. Como si le estuviera pidiendo una respuesta.
   - No... no lo sé... -ella apartó la vista, confusa-. ¿Por qué me mira a mí?
   - Hablemos claro: hace quince años que la conozco, a usted y a su hermano Julián... si es que es su hermano. Y no ha envejecido ni un solo día. Esas finísimas líneas en la piel y esas canas son falsas; están muy bien pintadas, sí. Engañarían a cualquier otro. Pero yo sé reconocer unos trucos de color cuando los veo: ¡es mi trabajo!
   Amelia palideció.
   - Yo tenía veinte años, y ahora treinta y cinco; todavía no son muchos -se excusó la joven, sin saber a dónde mirar, mientras el mayordomo traducía sus palabras al lenguaje de signos-. Julián tiene unos años más que yo, pero con la barba se le nota incluso menos. No hay nada extraño en ello...
   - Sí lo hay. Ayer susurró usted algo que Isidro no alcanzó a oír, pero yo sé leer los labios: “nuestra misión es proteger a Goya“. Y mencionó un cuadro del que no he oído hablar nunca. Ustedes no vinieron a verme por casualidad, ni hace quince años ni ahora. Precisamente las dos veces que más cerca he estado de un desastre, como si supieran de antemano lo que iba a suceder. Hace muchos años, me avisaron de que algún día vendría alguien así.
   Ella dio un respingo y miró a Goya con asombro. ¿Le avisaron? ¿De quién podría estar hablando?
   - Se lo pregunto de nuevo, Amelia -insistió Francisco de Goya-: ¿qué dirá la Historia?
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Veinte horas antes: Madrid, Parque de Artillería de Monteleón.
   2 de Mayo de 1808, 11:00)
  
   - No podemos intervenir. Tenemos órdenes directas de la Junta de Gobierno: ¡ayudar a los franceses a mantener nuestros cañones fuera de servicio!
   - El Gobierno es un rehén de los franceses. El pueblo sólo nos tiene a nosotros -replicó vehementemente el capitán Velarde-. La Guardia de Inválidos ha provisto a los paisanos de sables y fusiles, pero los franceses están usando cañones. Sólo nuestra artillería puede hacer algo útil...
   - ¡Esa decisión es mía, no de usted! -el normalmente sereno Daoiz estaba hecho una furia-. ¡Soy el oficial al mando! Usted ha rendido con engaños a un simple retén de franceses que había en la puerta, pero eso no es nada: vendrán más. Ha declarado la guerra sin consultarme. ¡Soy responsable de las vidas de mis hombres!
   - Las calles están llenas de sangre, literalmente. El pueblo ha venido a pedirnos ayuda. ¿Vamos a echarlo por la fuerza?
  
   La discusión estuvo a punto de acabar mal: según numerosos testigos, aquel día hubo entre los capitanes Daoiz y Velarde más que palabras. Al menos, hasta que este último reconoció la autoridad de su superior. Con una fatídica pregunta:
   - Está bien: decida usted. ¿Qué hemos de hacer?
   El capitán Daoiz , mucho más frío y calculador que su compañero de armas, miró al pueblo. Todos tenían puestas en él sus esperanzas. Desde milicianos voluntarios, expulsados de sus aldeas por las hambrunas y la indignación que ya habían empezado a provocar los primeros saqueos franceses, hasta delincuentes de los barrios bajos y expresidiarios. Incluso familias enteras: padres, madres e hijos apenas en edad de combatir. La tropa profesional, desde los más veteranos hasta cadetes de trece años, se cuadró y esperó órdenes: eran soldados excelentes. Sabía que aceptarían su decisión.
   Daoiz sabía perfectamente lo que estaba asumiendo cuando desenvainó su sable. Ni él ni Velarde verían otro amanecer, pero eso no era lo que más le preocupaba.
   - Dad armas al pueblo -ordenó, con triste dignidad-. ¿No son nuestros hermanos?
   Militares y civiles le aclamaron, pero Daoiz no compartía la alegría general. Sabía que era una sentencia de muerte para toda aquella gente, y él era el responsable al mando. Pero en parte, les comprendía: el crimen que se había cometido en las calles era demasiado grande para pedirles que lo dejaran impune. Diseñó una estrategia para defender la situación del Parque y distribuyó la artillería pesada apuntando hacia los puntos clave. Asignó guardias de oficiales y milicianos a cada una de las puertas, artilleros expertos al mando de los cañones y voluntarios civiles a la tarea de ayudar a cargarlos. 
   Sabía lo que vendría: varias oleadas de enemigos, en una proporción de treinta contra uno. No podía ganar. Pero la rebelión ya se había puesto en marcha por sí sola, y a pesar de sus esfuerzos no conseguía detenerla. Ya sólo podía elegir si iba a quedarse cruzado de brazos o no.
   El mariscal francés Murat nunca comprendió cómo resistieron tanto.
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Hospital General, 2 de Mayo, 12:00)
  
   - ¡Que nadie les ataque, o nos acribillarán a todos! -medió el enfermero Alonso.
   El pelotón de granaderos franceses había sembrado el caos por la sala principal, en busca de un grupo de combatientes que les había burlado ocultándose en el edificio. Hastiados de intentar diferenciar entre pacientes o enemigos, armas o instrumental, acabaron por arramblar con todo. Apalearon a culatazos a cualquiera que intentara resistirse; lo cual, en cuanto los ánimos se caldearon un poco, resultó ser todo el hospital, tanto personal como pacientes.
   - Exactamente igual que cuando me pillaban cerca de una manifestación, de joven -gruñó Julián. Como en sus tiempos de estudiante, intentó aguantar los golpes de los “antidisturbios“ franceses sin oponer resistencia. En el fondo, lo intentó.
   Pero algunos heridos no podían permitirse ese lujo: su estado era demasiado delicado, y cualquier golpe podría agravarlo. Uno de los culatazos fue dirigido a la herida de José Antonio Lóez Regidor, el joven que había salvado la vida de Julián asaltando a un jinete mameluco. Directamente a donde más daño podía hacer: la arteria recién cauterizada.
   Tuvo que hacerlo. El enfermero del siglo XXI, por puro instinto, detuvo el golpe aferrando el cañón con ambas manos.
   El granadero le miró amenazadoramente y perdió los estribos. Asiendo férreamente su arma, consiguió girarla en un reñido pulso hasta apuntar al enfermero con la bayoneta. Julián le dirigió un rodillazo a la entrepierna y tiró con todas sus fuerzas del fusil. El enfermero Alonso le auxilió, pero el gigantesco militar era realmente duro de pelar; los dos enfermeros estaban comenzando a comprender su error, y el pintor León a punto de disparar, cuando el francés cayó abatido por alguien más.
   - Vicente, ¿qué has hecho? -se alarmó el cirujano Angulo.
   - Lo que tenía que hacer -contestó el interpelado. Era un mozo de cocina, y en sus manos sostenía un mazo de los que se solían emplear para ablandar la carne de ternera.
   - Te van a matar, ¡vuelve a las cocinas!
   El mozo no se acobardó: al contrario, auxilió a otro cirujano, que estaba escudando con su propio cuerpo a varios pacientes. Juntos arrebataron el arma a un segundo atacante, mientras otro ayudante de cocina y cinco auxiliares de cirugía hacían lo propio con el resto de la pequeña patrulla invasora.
   Los franceses echaron mano a los sables; el grupo del hospital se defendió a golpes. Perdida la prudencia inicial, el personal médico comprendió que estaba en franca superioridad numérica y redobló sus ataques, cuerpo a cuerpo. Al cabo de unos minutos, todos los soldados del reducido pelotón invasor habían resultado desarmados. La concurrencia vitoreó su marcha, al verlos retirarse con el rabo entre las piernas. Pero había algo en sus ojos que hizo sospechar a Julián: algo amenazador, registrando uno a uno los rostros de todos los que habían osado resistirse. Los estaban memorizando.
   Regresarían. Y con refuerzos.
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Calle Mayor, 2 de Mayo, 13:00)
  
   Entrerríos estaba en su elemento; los sables enemigos no eran rivales para su doble ataque de daga y espada. Detener con una, herir con la otra; una antigua técnica que resultaba sorprendentemente desconocida para aquellos invasores. Ellos parecían acostumbrados a utilizar un arma solamente, no dos. Frente a él, estaban en desventaja.
   - Éstos no maldicen igual que los franceses... ¿de dónde son? ¿De qué lado están?
   - Westfalianos -informó José Muñiz-. Alemanes, pero están de parte de Napoleón: ese enano ha conquistado media Europa y parte de Oriente.
   - Yo os he visto en algún sitio... -Alonso frunció el ceño, despachó a otro westfaliano y miró a su interlocutor-. ¿No sois el posadero que acompañó anoche a Amelia a la prisión...?
   El camarero le miró con asombro:
   - ¿Usted no estaba preso?
   - Nos pudo el patriotismo -intervino Mariano Córdova, con su inconfundible acento peruano-. Tuvimos que salir a combatir.
   - Extraña tropa -rezongó Muñiz, rodeado por su jefe Villaamil y sus demás colegas de la posada-. Pero lo que cuenta es la intención...
   Se interrumpió de repente. Acababa de distinguir, mezclado entre los atacantes, al comandante westfaliano.
   - Buena idea -sonrió Alonso, siguiendo la dirección de su mirada-. Si derribamos a ése, el resto podrá pies en polvorosa. ¿Os apostáis algo?
   - Dos botellas de mi mejor orujo -rió el posadero Villaamil-. ¡A cuenta de la casa!
   Alonso y Muñiz se dirigieron directamente hacia el oficial; Mariano y los demás posaderos se desplegaron organizadamente frente al resto de la escolta del líder alemán. Para su sorpresa, el veterano del Tercio comprobó que tenían madera de soldados. Comenzaba a admirar a aquellos novatos.
  
   * * * * * * * * * *

   (Hospital General, 2 de Mayo, 14:00)
  
   Una manga entera de granaderos invadió el Hospital General, esta vez en ordenada formación. No destrozaron nada: solamente se dirigieron con organizada frialdad hacia los que se habían atrevido a hacerles frente un rato antes. Prendieron al mozo de cocina Vicente Pérez del Valle y a los cinco practicantes de cirugía que habían osado secundarle, entre otros muchos. Registraron todas las salas y se llevaron a los prisioneros a bayoneta calada, con una metódica eficiencia que Julián sólo había visto en las películas de nazis.
   Oponerse a aquel enorme pelotón era un suicidio, pero el enfermero Alonso les cortó el paso: los detenidos no sólo eran sus compañeros de trabajo, sino sus amigos. Iban a fusilarlos. Tenía que intentarlo.
   - ¡No podéis llevároslos! No hicieron nada grave... ¡sólo desarmaron a todo el mundo! ¡Pusieron paz!
   El sargento no parecía entender español; pero igualmente, aunque hubiera podido comprender sus palabras, tampoco habría hecho caso. Sólo le importaba abrirse camino, como había aprendido en tantas guerras. Que fuera en un hospital o en el campo de batalla, soldado o civil, le daba igual. Sin miramiento alguno, atravesó con la bayoneta el vientre del incauto que había intentado interponerse en su camino.
   - ¡Alonso! -exclamó Julián, sosteniendo a su infortunado compañero de profesión; le bastó una ojeada para comprender que el enfermero asturiano no sobreviviría.
   La tropa francesa se dirigió a buen paso a la salida. El enfermero del Ministerio dejó suavemente al moribundo en una camilla, tomó el revólver y se dirigió al sargento enemigo, completamente fuera de sí:
   - ¡Él no tenía armas! ¡Sólo quería ayudar, maldito hijo de puta! ¿Por qué...?
   Un golpe en la nuca interrumpió sus palabras; el oficial francés se volvió, pero no alcanzó a identificarle. Julián estaba en el suelo, sin sentido.
   - Lo siento, compañero -murmuró el cirujano Angulo, ocultando el bastón que acababa de usar para noquearle-. Debí haber hecho lo mismo con el enfermero Alonso. No puedo dejar que muera nadie más.
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Puerta del Sol, 2 de Mayo, 15:00)
  
   - Tenemos que bajar -decidió Goya.
   - Usted mismo ha dicho que no valía la pena -le recordó Amelia-. Que no había ningún bando correcto...
   El pintor leyó los labios de la mujer y la interrumpió con un gesto.
   - Para luchar, no. Pero salvar gente, sí. Tengo amigos y vecinos ahí abajo; mi discípulo León, por ejemplo. Incluso compañeros de la Academia de San Fernando, de cuando yo todavía era el director. De cuando todavía todo iba bien. Antes de la sordera y de...  -cerró los ojos y resopló, intentando contener la rabia por todo lo que ya no se podía remediar-. No sé mucho de curar, pero seguro que algo podremos hacer.
   - Señor, puedo ir yo solo -le interrumpió el mayordomo Isidro, hablando por señas.
   - ¡He dicho que bajo, y punto! No pienso quedarme al margen. ¡Esta maldita sordera ya me ha apartado de demasiadas cosas!
   Amelia cruzó una mirada de preocupación con Isidro y tomó su arma.
   - Yo también voy.
   - No, ni hablar -objetaron los dos hombres a la vez-; ¡una mujer...!
   - Hay muchas mujeres allí abajo. Si ellas pueden estar ahí, yo también.
   La joven no estaba preparada para lo que iba a ver. En sus pesadillas, recordaría aquellas palabras mucho tiempo.
  
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Hospital General, 2 de Mayo, 16:00)
  
   Julián llevaba horas trabajando sin cesar; ya ni siquiera sabía cuántas. No quería imaginar el agotamiento del resto del personal del hospital: habían empezado a atender heridos mucho antes que él. Durante la mañana, la mayoría de las bajas había llegado de la Plaza del Palacio y de la Puerta del Sol: principalmente balazos, cortes de sable, suturas y fracturas.
   - Otro albañil -observó el cirujano Angulo-. Dicen que muchos de ellos han luchado hoy con valor. Y pensar que la gente los miraba peor que a los mendigos...
   - El trabajo honrado nunca debería estar mal visto -intervinieron los acompañantes del herido: vestían uniformes de casas nobles-. Anotad su nombre: Antonio Meléndez Álvarez. Este albañil ha salvado a muchos hoy. A nuestro lado, codo con codo: yo sirvo al Conde de la Puebla del Maestre, y mi compañero al Marqués de Villaseca. Hemos defendido toda la mañana el otro hospital, el del Buen Suceso; mucha gente se ha refugiado allí.
   El enfermero del Ministerio sonrió con tristeza, recordando el tapiz reivindicativo de Goya. El albañil estaba demasiado malherido; pero nadie volvería a menospreciarle jamás. Ni a otros como él. Al menos en eso, la gente estaba empezando a cambiar para mejor.
  
   Por la tarde, empezaron a llegar los caídos de la Plaza Mayor y del Parque de Artillería. A los enfermeros les sorprendió la cantidad de mujeres y de niños que había entre los combatientes. Al parecer, ayudar a cargar los cañones era relativamente fácil: incluso alguien inexperto como ellos había encontrado alguna manera de participar.
   Las heridas de artillería eran las más graves de la jornada: orificios de metralla, numerosos y profundos, a menudo acompañados de lesiones en órganos internos. Eran desgraciadamente difíciles de curar en aquel tiempo. Pero había que intentarlo.
   Julián empleó a fondo todo lo que sabía sobre asepsia y alivió el dolor de las intervenciones más graves con el poco cloroformo que llevaba encima, alegando que era opio o éter. La pericia de los cirujanos resultaba sorprendente; algunos heridos que parecían irrecuperables consiguieron, con el paso del tiempo, restablecerse.
   - ¿Cómo lo ves? -gimió uno de los convalecientes.
   Era el enfermero Alonso; uno de los recién operados. La herida de bayoneta en su vientre tenía mal aspecto.
   - Te pondrás bien -mintió Julián-. Pero no se te ocurra moverte... vamos, descansa.
   - Ha venido otro Alonso; pregunta por ti.
   Sorprendido, Julián se volvió en la dirección que le indicaban y reconoció a dos recién llegados: Alonso de Entrerríos y José Muñiz, el mozo de la posada. Ambos estaban heridos y sin aliento, pero se las habían apañado para traer entre los dos a alguien que estaba mucho más grave.
   - Pero... ¿qué os ha pasado? Dejadle aquí; ya os ayudo yo. ¿Quién es?
   - Se llama Mariano Córdova; nos ha ayudado a vencer a un comandante westfaliano -jadeó José Muñiz, desplomándose en la primera camilla que le señalaron-. Y a defender una entrada del Parque de Artillería. Hemos estado a las órdenes directas de Daoiz.
   - ¿Edad? ¿Población? -anotó el comisario de entradas del hospital, documentación en mano.
   - Con todo lo que está pasando hoy, ¿quién piensa en papeleos?
   - Precisamente por todo esto -insistió el administrativo-. Mucha gente está buscando a sus familiares y amigos por toda la ciudad. La información se necesita más que nunca.
   -Tiene veinte años -resopló Alonso; estaba mucho más agotado por la pérdida de sangre de lo que quería admitir-. Es de Arequipa. Perú.
   - ¿Un criollo?
   - Un patriota, digan lo que digan las leyes: más que muchos que hoy se han quedado en casa -replicó rotundamente Entrerríos-. Un valiente. Y un hermano.
  
   * * * * * * * * * *
  
   (Domicilio de Goya, 2 de Mayo, 23:00)
  
   Era de noche, pero Amelia no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía otra vez las escenas de terror que había contemplado durante el día. Extrañamente, la asaltaban más que en el primer momento, cuando eran nuevas y más deberían haberle impactado.
   “No sé por qué dejo que me afecten tanto“, intentó decirse. Sabía que en todas las guerras había muertos y heridos. Pero los libros de Historia no los representaban con toda su crudeza.
  
   Habían bajado a la calle por la tarde, poco antes del alto el fuego. El combate de la Puerta del Sol acababa de terminar.
   - ¿Esto es lo que hace el mejor ejército del mundo civilizado...?
   El suelo estaba salpicado de sangre por doquier. Y de moribundos con lesiones realmente macabras. Vientres abiertos por espadas, dejando entrever vísceras de un sorprendente tono azul, que despedían un fuerte hedor. Olor a sangre y a muerte. Pocos conservaban la ropa; había más gente desnuda de la que Amelia hubiera visto jamás. La tropa mercenaria se apropiaba de cada prenda aprovechable y cada objeto de valor, como parte del pago que consideraba que le correspondía, y eso hacía las heridas visibles en toda su crudeza. A un oficinista le habían hundido el pecho a culatazos hasta hacerle salir los pulmones por la boca; una embarazada de meses mayores, enloquecida por los horrores que había visto aquel día, se había arrojado desde el balcón en busca de la muerte. Amelia no podía dejar de ver aquello en su cabeza. Días después supo que su caso no era aislado: muchos familiares de las víctimas enloquecieron a causa del espanto. Algunos no volvieron a ser capaces de pronunciar palabra jamás.
  
   A ese terror había que sumar los registros de las casas. Los enemigos buscaban rebeldes y armas; hubo detenciones por unas simples tijeras de bordar (lo que le costó la vida a costureras como Manuela Malasaña), por una pala de tahona, bisturíes de médicos o incluso humildes agujas de coser alforjas. Los fusilamientos resonaron atronadoramente en la noche.
   Amelia sabía que debería deshacerse de su revólver cuanto antes; no respetarían ningún edificio. Incluso el palacio arzobispal y el de los duques de Híjar habían sido arrasados, por haberse hallado el cadáver de un soldado francés ante sus puertas. La menor sospecha significaba la muerte, sin distinción. Pero no era eso lo que más preocupaba a la joven, sino su misión.
  
   Goya y su mayordomo Isidro habían vuelto a salir, esta vez provistos de utensilios de dibujo. Era de madrugada cuando Amelia les oyó regresar; pero la joven aún no había conseguido conciliar el sueño. Harta de dar vueltas en la cama de invitados, se había vestido y había vuelto al salón.
   - ¿No puede dormir? -preguntó el pintor-. Yo tampoco.
   - ¿Por qué ha salido a dibujar cadáveres? -le interpeló Amelia tristemente-. ¿No ha visto suficientes ya durante el día?
   El mayordomo ya se había retirado a descansar. Pero a Goya no le hizo falta su ayuda para leer los labios de la mujer; la pregunta era evidente.
   - ¿Recuerda aquello que comentamos hace quince años? Las sombras, o las pesadillas. Es imposible esconderte de ellas cuando están dentro, en tu mente...
   Amelia asintió, fatigada. Se preguntaba a dónde iría a parar.
   - Cuando se repiten esas ideas, no hay quien las acalle. Intentar olvidarlas no sirve de nada. Hasta que encontré el secreto: echarlas fuera.
   Le estaba enseñando un dibujo enmarcado en la pared. Era el boceto de uno de sus primeros Caprichos: un hombre dormido, rodeado por criaturas nocturnas. Algunas le acosaban; otras le ponían en la mano los pinceles. Bajo la imagen, una frase: “El sueño de la razón produce monstruos“.
   - De día parezco casi cuerdo: pero de noche, cuando no sucede nada que me distraiga, es más difícil olvidar mis demonios. Y con esos ruidos fantasmales, que es lo único que oigo desde que quedé sordo, imagine... Hoy le está pasando a usted también, ¿verdad? Está viendo lo peor del día, precisamente al ser de noche.
   Ella reprimió un sollozo. Necesitaba a sus compañeros. Le hacía falta un hombro donde llorar; quizá el de Alonso. O alguien que entendiera de obsesiones, como Julián. O tal vez algo completamente diferente; no lo conseguía concretar.
   - Pruebe esto; a mí me funciona -dijo Goya. Le estaba ofreciendo papel verjurado, carboncillo, uno de sus muchos lienzos en blanco y un pincel. En la paleta de colores abundaba el rojo-. No se preocupe por la forma: sólo deje salir lo que ve. Manchas, da igual cómo queden. Estrelle esas ideas contra esto. Con furia, si quiere. No importa que se estropee el lienzo: tengo más. Échelo todo.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Alonso de Entrerríos abrió los ojos y percibió una sensación extraña: la luz amarillenta de la vela le estaba haciendo evocar un sabor ácido, como a vinagre de sidra. La palmatoria blanca, a barro. Notó en la lengua un suave destello metálico cuando vio brillar los ojos de Julián.
   - Qué extraño... ¿Por qué tienen sabor los colores?
   - Sinestesia -explicó el enfermero, tan ininteligible en aquellos temas como siempre-: los circuitos cerebrales de la vista y del gusto están confusos y entremezclan las señales. Es un efecto secundario habitual del cloroformo. Pronto se te pasará.
   - ¿Me habéis dormido con cloroformo? -se ofendió Entrerríos-. ¿Para coserme cuatro puntos mal contados? Tengo que volver al Parque de Artillería...
   - Lo siento -Julián le miraba con aire culpable-. Tú mismo lo dijiste: luchaban treinta contra uno. Era imposible.
   - ¡No me habréis dormido para impedirme volver al combate! -Alonso tuvo que contener las ganas de estrangularle. Un dolor lacerante en el brazo le recordó lo que había sucedido, pero se negó a quejarse.
   - He leído un poco sobre el Parque de Artillería -volvió a excusarse el enfermero, enseñándole discretamente la pantalla de su móvil-. Alonso... es inútil que vuelvas allí. Ya no queda nadie. Pero aunque todavía hubieras estado a tiempo, sólo te habría servido para morir con Daoiz, Velarde y los demás. No se salvó ni el apuntador. Sólo sobrevivieron los primeros heridos que evacuaron, como los que has traído tú.
   Entrerríos leyó la información y bajó la vista con rabia. Tanto valor, de tanta gente unida. Para terminar así.
   - De todos modos, era mi deber.
   - Nuestro deber está en esas dos camillas -Julián señaló al joven pintor León y al espía que habían venido persiguiendo desde 1793-. El muchacho es discípulo de Goya, y por suerte está fuera de peligro. He hablado un poco con el otro, pero... todavía nos tiene que contar algunas cosas.
   - Ese espía intentó atacar a Goya por agitador -recordó Alonso, en voz baja-. Dijo que habría menos guerras sin ese pintor.
   El enfermero asintió con admiración y también bajó la voz:
   - Veo que interrogando eres mejor que yo. Es hora de llevarnos su camilla a un sitio tranquilo y hacerle más preguntas, ¿no te parece?
   Entrerríos asintió, más animado:
   - Vamos a sacarle la verdad.
  
   * * * * * * * * * *
  
   Ya era de día. Por la ventana, Amelia y sus dos acompañantes contemplaban los primeros registros y las primeras detenciones. Iban casa por casa. Pronto les tocaría a ellos.
   - Así que Lola Mendieta.
   - Ella me dijo que había tenido que pactar con el diablo -explicó Goya-. Pero que, a cambio, me iba a dar un seguro de vida: una idea para un cuadro. Insistió en que lo pintara si me ponía muy enfermo, y lo destruyera en cuanto se hubiese curado mi enfermedad.
   - “El Grito“ de Munch -dedujo Amelia-. Lola lo planeó para nosotros. Si ese “diablo“ intentaba impedir que usted se curase en 1793, usted no llegaría a poder destruir el cuadro y vendríamos a investigarlo. Ella nos utilizó.
   - No me gusta copiar obras de otros, así que le cambié la cara a mi gusto, por supuesto -su interlocutor no llegó a esperar la traducción al lenguaje de signos de su mayordomo; cada vez leía mejor los labios de la joven-. Pero me dio ideas. Expresar el mundo de nuestro interior, en lugar del que hay fuera. Era muy parecido a lo que ya estaba empezando a preparar para mis “Caprichos“, así que no me pude resistir. Pero la obra desapareció misteriosamente cuando llegaron ustedes.
   Amelia asintió, incómoda. Sabía a dónde iba a parar la conversación.
   - Soñé con Julián antes de conocerle -confesó el pintor-. Lola no es de este tiempo, y ustedes tampoco. Por eso se lo pregunto. ¿Qué dirá la Historia?
   La agente suspiró: se encontraba ante un dilema.
   - ¿Cree que esa Historia ya está escrita? ¿Que no puede cambiarse? ¿Que no tenemos libertad?
   - Eso no me gustaría nada -replicó vehementemente Goya-. Estas mentiras en la prensa...  ¡necesitamos que se sepa la verdad!
   - Usted ya lo ha hecho antes -sugirió Amelia, con una sonrisa cómplice.
   Goya la miró largamente y asintió: los tapices reivindicativos. Los grabados prohibidos...
   Tomó uno de sus dibujos de la refriega y comenzó a calcarlo sobre una plancha de metal: se trataba de familias huyendo de la destrucción. Una vez tratada al aguafuerte, la plancha sería capaz de imprimir más de cien copias. Firmó la imagen y escribió una frase al pie: “Yo lo vi“.
   - Los periódicos dirán que fuimos cuatro locos -rezongó con rabia-. Que los franceses sólo se defendieron lo imprescindible y no atacaron a civiles. Que no hubo ayer mujeres violadas, muertos saqueados, casas arrasadas, médicos y costureras fusilados por una simple herramienta de trabajo. Pero aquí hay gente de toda España: volverá a sus hogares y contará lo que ha visto. Y yo me encargaré de que lleven encima una prueba, de mi puño y letra. Poca gente sabe leer periódicos, pero todos podrán ver estas imágenes.
   - Entonces, eso es lo que dirá la Historia -asintió Amelia con firmeza-. Usted la escribirá.

   El periodismo gráfico comenzó aquel día; cuando un loco cometió la temeridad de publicar, con su firma, la verdad.

(CONTINUARÁ...)








Nº79: "Murió la Verdad".
Goya, Desastres de la Guerra

Nº30: "Estragos de la Guerra".
(se considera una posible inspiración del Guernica)
Goya, Desastres de la Guerra


Nº16: "Se aprovechan".
Goya, Desastres de la Guerra


Nº5: "Y son fieras".
Goya, Desastres de la Guerra


Nº34: "Por una navaja".
Goya, Desastres de la Guerra



4 comentarios:

Percontator dijo...

^^ Esto está interesantísimo. Me encanta. Gracias por compartirlo. :)

Nievesg dijo...

¡Gracias a ti por leerme!

Por cierto, me he tomado una pequeña libertad: Goya no publicó por canales oficiales los Desastres de la Guerra (ni estaba tan loco, ni había estabilidad en lo "oficial" de aquellos tiempos convulsos. Además, su obra criticaba a los dos bandos).
Así que dejó las planchas a cargo de su amigo, el crítico de arte Ceán Bermúdez. De este modo distribuyó copias privadas, como solía hacerse en secreto con las obras censuradas. A juzgar por la información que ha pasado a la Historia, eso fue más que suficiente: nos ha llegado su reportaje gráfico sobradamente a todos...
Un dato significativo: uno de sus Desastres de la Guerra se titula "Murió la Verdad"

Estelwen Ancálimë dijo...

Me ha parecido una historia excelente. No la llamaré fanfic, porque parece una novela: una historia digna de ser publicada y leída. Pienso compartirla en mi FB para darle difusión: todos los fans del MdT deberían poder disfrutarla. Un abrazo.

Nievesg dijo...

¡Gracias por leerme! ¡Me habéis dejado sin palabras!
Mañana completo con el epílogo; una despedida, pero necesitaba escribirla.
De momento, tardaré en escribir algo más, el Ministerio exige documentarse bien sobre Historia (eso sí, me encanta y aprendo).
Pero si queréis más material para calmar el mono, hace tiempo escribí "Un Acto de Honor", sobre un hecho histórico espectacular en Filipinas, en este mismo blog:
http://kalelelvigilante.blogspot.com.es/2015/03/firma-invitada-mdt-un-acto-de-honor-i.html
Yo también leeré los vuestros: Estos temas me enganchan! ¡Un abrazo!