Los tres reyes han llegado hasta el lugar donde cayó la piedra celestial. Pero bajo su influencia, el lugar y sus habitantes han sido terriblemente alterados. ¿Serán capaces de recuperar el betilo?
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A su lado, bregando por su cuenta
con más quimeras, a Melkart se le amontonaba el trabajo. Pero a diferencia de
Baal, más acostumbrado a intimidar a otros seres que a luchar contra ellos, él
disfrutaba pudiendo enfrentarse a unas cuantas docenas de adversarios. El
fortachón derribó, girando sobre sí mismo, a uno de los grandes gorilas blancos,
y lanzó una formidable palmada que aturdió al estallar al resto de monstruos
que le rodeaban. Cogió a Baal de la capa y brincó prodigiosamente hasta la
linde del bosque. Bordeándolo, la aún desorientada Astarté había llegado hasta
el mismo sitio, y pugnaba ahora por mantener la concentración necesaria para
atender a la persona que todos habían presentido: era un oficial del ejército
romano. Lo habían mordido, pisoteado y corneado, pero seguía con vida.
- ¿Qué ha pasado aquí? –fue lo
primero que le preguntó Baal, sin comprobar si estaba consciente.
- ¿Estás bien? –dijo Melkart.
El romano se aferraba a la vida con
todas sus fuerzas. Al descubrir que habían acudido en su ayuda, a fuerza de voluntad
y disciplina consiguió mantenerse despierto.
- Decurión Gnaeus… Nautius… Rutilus.
Segunda manípula… de Jerusalén. Vine con mis… asteros…. El pretor… quería saber
qué… había caído en el desierto.
Astarté reunió el aplomo necesario
para darle una brizna de vida al soldado, para que no desfalleciera.
Inexplicablemente, al desprenderse de la energía, ella también se sintió mejor:
- Esos son mis hombres y nuestros
caballos. Cuando intentaron cargar la piedra… empezaron a transformarse en
esas… ¡cosas! Ellos y nuestros caballos.
En el claro, alrededor de la piedra
que levitaba, las criaturas habían seguido cambiando… tanto que ahora ya
costaba distinguir en ellas rastros de animales concretos. Plumas, pieles,
conchas, escamas, picos, garras, dientes y aletas coexistían con apéndices
nunca vistos, bocas en lugares imposibles y desgarros que dejaban asomar partes
metálicas, cristalinas y de otras materias por completo ajenas a la vida.
- ¿Qué hacemos, Melkart?
- ¿A mí me lo preguntas?
Astarté les interrumpió:
- Hay que darles con todo lo que
tenemos, llegar hasta el centro y sacar el betilo de aquí: es lo que está
provocando todo esto, y hay que ponerle fin.
- Ponerle fin… -susurró Baal-. ¡Pues
claro! ¡Ponerle fin, me estoy haciendo viejo! Hermanita, tú y yo nos encargamos
de las criaturas: no hay que dañarlas o se volverán más fuertes. Mel, tienes
que llegar al centro: coge el betilo y vuelve a lanzarlo al cielo. Tan lejos
como puedas.
Los hermanos se pusieron entonces
manos a la obra. El oscuro Baal se desprendió de su máscara terrenal y fluyó
hacia el cielo como una nube oscura. Trazó un arco y comenzó a girar como un
anillo de tinieblas alrededor del cráter sobre el que flotaba el betilo. Con cada
vuelta sentía como aquella piedra lo escrutaba, intentaba adivinar su composición,
determinar sus flaquezas, sus miedos, su potencial. Al volverse oscuridad, Baal
siempre disfrutaba de la verdadera libertad, pero esta vez se sentía más
desnudo que nunca. Y muy, muy vulnerable.
Aquella explosión de vida comenzó a
alejarse de la oscuridad del centro, advertidos por un resto de su animalidad
que les decía que allí dentro era donde moraban los verdaderos monstruos. Astarté
utilizó entonces su don sobre el deseo de las criaturas por reproducirse e hizo
que olvidaran por un momento sus otros instintos: unirse, perpetuarse, esa era
urgencia. Aquellos que no lo estaban haciendo ya, comenzaron entonces a
aparearse con la criatura más semejante que tuvieran a su alcance.
Melkart aprovechó que los animales
dejaban de corretear de aquí para allá y se lanzó a la carrera por entre la orgía bestial hacia el anillo
de oscuridad. Se deslizó por debajo, se levantó y de un solo impulso cruzó el
cráter hasta el borde contrario: en sus manos llevaba ahora la piedra
celestial, el betilo, que había recogido en la cúspide de su salto.
Oleadas de energía cruzaron su cuerpo.
Millones y millones de números asaltaron su mente. Datos. Cifras. Cantidades. Proporciones.
Probabilidades. Melkart quedó momentáneamente inundado por una cascada de imágenes
de criaturas muy concretas, muy parecidas a las que estaban resultando de la mutabilidad
reinante. Nombres en idiomas jamás pronunciados. Islas perdidas de cuentos y
leyendas que navegaban a la deriva en busca de un propósito, de un conjunto
mayor perdido en un océano de tiempo y espacio. Aquello era más que una piedra
caída de las alturas.
- ¿Qué diantre eres tú? –se preguntó.
- ¡Láhahahanzaaaalahahah! –chilló el
torbellino de oscuridad que le rodeaba. El rey secreto de Gades comprendió que
la tabla celestial le estaba empezando a alterar, que su poder se estaba empezando
a mezclar con el suyo, a hermanarse con algo que, por fin, comprendía.
- Otro día –susurró Melkart-. Hoy no
puedo dejar que me cambies. Me gusta mucho ser quien soy.
Dio una, dos, tres vueltas sobre sí
mismo, y con toda su fuerza, más la sobredosis de poder que le estaba recorriendo,
lanzó la piedra más lejos que nadie, hasta los confines del mundo y más allá:
hasta baalit, la luna oscura que
comenzaba a despuntar por el horizonte.
- Esa roca estaba incompleta –explicaba
Baal unos minutos después, cuando todo se había calmado-. No era un verdadero
betilo, en todo caso un fragmento.
Astarté había aflojado las riendas,
y al poco los seres monstruosos se habían vuelto a convertir en lo que eran de
nacimiento: insectos, caballos, un par de perros y un puñado de soldados
romanos, desnudos, tremendamente confusos y avergonzados. Gnaeus Nautius estaba
tratando de recomponer su fragmentada moral a un lado del claro. La frondosidad
de extraños árboles seguía donde estaba, pero acabaría por desaparecer agredida
por el desierto.
- Estaba llena de voces y de
imágenes, Baal. Cuando la cogí, intentaron entrar en mi cabeza, pero también
hacían preguntas, con ansia; nunca había conocido tal desesperación por saber.
El rey negro reflexionó sobre aquel
misterio, pero no supo hallar una respuesta. Su hermanastro había soportado
bien el asalto de la piedra, en todo caso: ahora lo miraba con mucho más
respeto que antes.
- La vibración que escuchaba Astarté
y que yo no podía oir: esa era la clave. Era una canción de vida.
- ¿Pero tú por qué no…?
- Una canción de vida, Astarté. Sólo
de vida. Vida perpetua, todas las vidas, cambio continuo. No tenía fin. La piedra les ofrecía
todos los cambios imaginables, toda la extensión de posibilidades, no una vida
como caballo, o chacal, o hombre, sino todos los caballos, todos los perros,
todos los hombres, y todos los otros seres que existir o imaginado se hubieran.
Yo soy la oscuridad al final del camino. Tú eres la que inicia ese camino. Pero
la vida no es sólo vida: la vida es una canción de vida y muerte.
- Vi una imagen en la piedra –dijo Melkart-.
Las últimas criaturas que vimos… se parecían a cosas que había dentro.
- Quería llegar a algo –dedujo Astarté-.
Pero no sabía cómo.
Los romanos estaban exhaustos. Poco
a poco comenzaron a quedarse dormidos a la sombra de los árboles. La chispa de
energía que la diosa había transmitido al decurión herido, no obstante,
comenzaba a extinguirse.
- No es un creyente. Eshmún podría
hacer algo, tal vez Reshef, pero yo no puedo sanarle verdaderamente.
- Traigo algunas cosas en mi equipo –dijo
Melkart-. Siempre recojo potingues interesantes en mis viajes, nunca sabes
cuando habrá algo útil.
- De acuerdo, curemos al humano –dijo
Baal, algo descontento, pero queriendo mostrar su nuevo aprecio por Melkart-. En
otra parte, en cualquier caso, estos árboles me ponen los pelos de punta…
- ¿Tú… asustado? –y la risa de
Melkart pintó mientras se iban el aire de aquel oasis impío, llenando los sueños de los asteros
romanos de aventuras y de la promesa de emociones apasionantes.