23 diciembre 2011

Una canción de muerte y vida (IV)

Los tres reyes han llegado hasta el lugar donde cayó la piedra celestial. Pero bajo su influencia, el lugar y sus habitantes han sido terriblemente alterados. ¿Serán capaces de recuperar el betilo?
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A su lado, bregando por su cuenta con más quimeras, a Melkart se le amontonaba el trabajo. Pero a diferencia de Baal, más acostumbrado a intimidar a otros seres que a luchar contra ellos, él disfrutaba pudiendo enfrentarse a unas cuantas docenas de adversarios. El fortachón derribó, girando sobre sí mismo, a uno de los grandes gorilas blancos, y lanzó una formidable palmada que aturdió al estallar al resto de monstruos que le rodeaban. Cogió a Baal de la capa y brincó prodigiosamente hasta la linde del bosque. Bordeándolo, la aún desorientada Astarté había llegado hasta el mismo sitio, y pugnaba ahora por mantener la concentración necesaria para atender a la persona que todos habían presentido: era un oficial del ejército romano. Lo habían mordido, pisoteado y corneado, pero seguía con vida.
- ¿Qué ha pasado aquí? –fue lo primero que le preguntó Baal, sin comprobar si estaba consciente.
- ¿Estás bien? –dijo Melkart.
El romano se aferraba a la vida con todas sus fuerzas. Al descubrir que habían acudido en su ayuda, a fuerza de voluntad y disciplina consiguió mantenerse despierto.
- Decurión Gnaeus… Nautius… Rutilus. Segunda manípula… de Jerusalén. Vine con mis… asteros…. El pretor… quería saber qué… había caído en el desierto.
Astarté reunió el aplomo necesario para darle una brizna de vida al soldado, para que no desfalleciera. Inexplicablemente, al desprenderse de la energía, ella también se sintió mejor:
- Esos son mis hombres y nuestros caballos. Cuando intentaron cargar la piedra… empezaron a transformarse en esas… ¡cosas! Ellos y nuestros caballos.
En el claro, alrededor de la piedra que levitaba, las criaturas habían seguido cambiando… tanto que ahora ya costaba distinguir en ellas rastros de animales concretos. Plumas, pieles, conchas, escamas, picos, garras, dientes y aletas coexistían con apéndices nunca vistos, bocas en lugares imposibles y desgarros que dejaban asomar partes metálicas, cristalinas y de otras materias por completo ajenas a la vida.
- ¿Qué hacemos, Melkart?
- ¿A mí me lo preguntas?
Astarté les interrumpió:
- Hay que darles con todo lo que tenemos, llegar hasta el centro y sacar el betilo de aquí: es lo que está provocando todo esto, y hay que ponerle fin.
- Ponerle fin… -susurró Baal-. ¡Pues claro! ¡Ponerle fin, me estoy haciendo viejo! Hermanita, tú y yo nos encargamos de las criaturas: no hay que dañarlas o se volverán más fuertes. Mel, tienes que llegar al centro: coge el betilo y vuelve a lanzarlo al cielo. Tan lejos como puedas.
Los hermanos se pusieron entonces manos a la obra. El oscuro Baal se desprendió de su máscara terrenal y fluyó hacia el cielo como una nube oscura. Trazó un arco y comenzó a girar como un anillo de tinieblas alrededor del cráter sobre el que flotaba el betilo. Con cada vuelta sentía como aquella piedra lo escrutaba, intentaba adivinar su composición, determinar sus flaquezas, sus miedos, su potencial. Al volverse oscuridad, Baal siempre disfrutaba de la verdadera libertad, pero esta vez se sentía más desnudo que nunca. Y muy, muy vulnerable.
Aquella explosión de vida comenzó a alejarse de la oscuridad del centro, advertidos por un resto de su animalidad que les decía que allí dentro era donde moraban los verdaderos monstruos. Astarté utilizó entonces su don sobre el deseo de las criaturas por reproducirse e hizo que olvidaran por un momento sus otros instintos: unirse, perpetuarse, esa era urgencia. Aquellos que no lo estaban haciendo ya, comenzaron entonces a aparearse con la criatura más semejante que tuvieran a su alcance.
Melkart aprovechó que los animales dejaban de corretear de aquí para allá y se lanzó a la carrera por entre la orgía bestial hacia el anillo de oscuridad. Se deslizó por debajo, se levantó y de un solo impulso cruzó el cráter hasta el borde contrario: en sus manos llevaba ahora la piedra celestial, el betilo, que había recogido en la cúspide de su salto.
Oleadas de energía cruzaron su cuerpo. Millones y millones de números asaltaron su mente. Datos. Cifras. Cantidades. Proporciones. Probabilidades. Melkart quedó momentáneamente inundado por una cascada de imágenes de criaturas muy concretas, muy parecidas a las que estaban resultando de la mutabilidad reinante. Nombres en idiomas jamás pronunciados. Islas perdidas de cuentos y leyendas que navegaban a la deriva en busca de un propósito, de un conjunto mayor perdido en un océano de tiempo y espacio. Aquello era más que una piedra caída de las alturas.
- ¿Qué diantre eres tú? –se preguntó.
- ¡Láhahahanzaaaalahahah! –chilló el torbellino de oscuridad que le rodeaba. El rey secreto de Gades comprendió que la tabla celestial le estaba empezando a alterar, que su poder se estaba empezando a mezclar con el suyo, a hermanarse con algo que, por fin, comprendía.
- Otro día –susurró Melkart-. Hoy no puedo dejar que me cambies. Me gusta mucho ser quien soy.
Dio una, dos, tres vueltas sobre sí mismo, y con toda su fuerza, más la sobredosis de poder que le estaba recorriendo, lanzó la piedra más lejos que nadie, hasta los confines del mundo y más allá: hasta baalit, la luna oscura que comenzaba a despuntar por el horizonte.

- Esa roca estaba incompleta –explicaba Baal unos minutos después, cuando todo se había calmado-. No era un verdadero betilo, en todo caso un fragmento.
Astarté había aflojado las riendas, y al poco los seres monstruosos se habían vuelto a convertir en lo que eran de nacimiento: insectos, caballos, un par de perros y un puñado de soldados romanos, desnudos, tremendamente confusos y avergonzados. Gnaeus Nautius estaba tratando de recomponer su fragmentada moral a un lado del claro. La frondosidad de extraños árboles seguía donde estaba, pero acabaría por desaparecer agredida por el desierto.
- Estaba llena de voces y de imágenes, Baal. Cuando la cogí, intentaron entrar en mi cabeza, pero también hacían preguntas, con ansia; nunca había conocido tal desesperación por saber.
El rey negro reflexionó sobre aquel misterio, pero no supo hallar una respuesta. Su hermanastro había soportado bien el asalto de la piedra, en todo caso: ahora lo miraba con mucho más respeto que antes.
- La vibración que escuchaba Astarté y que yo no podía oir: esa era la clave. Era una canción de vida.
- ¿Pero tú por qué no…?
- Una canción de vida, Astarté. Sólo de vida. Vida perpetua, todas las vidas, cambio continuo. No tenía fin. La piedra les ofrecía todos los cambios imaginables, toda la extensión de posibilidades, no una vida como caballo, o chacal, o hombre, sino todos los caballos, todos los perros, todos los hombres, y todos los otros seres que existir o imaginado se hubieran. Yo soy la oscuridad al final del camino. Tú eres la que inicia ese camino. Pero la vida no es sólo vida: la vida es una canción de vida y muerte.
- Vi una imagen en la piedra –dijo Melkart-. Las últimas criaturas que vimos… se parecían a cosas que había dentro.
- Quería llegar a algo –dedujo Astarté-. Pero no sabía cómo.
Los romanos estaban exhaustos. Poco a poco comenzaron a quedarse dormidos a la sombra de los árboles. La chispa de energía que la diosa había transmitido al decurión herido, no obstante, comenzaba a extinguirse.
- No es un creyente. Eshmún podría hacer algo, tal vez Reshef, pero yo no puedo sanarle verdaderamente.
- Traigo algunas cosas en mi equipo –dijo Melkart-. Siempre recojo potingues interesantes en mis viajes, nunca sabes cuando habrá algo útil.
- De acuerdo, curemos al humano –dijo Baal, algo descontento, pero queriendo mostrar su nuevo aprecio por Melkart-. En otra parte, en cualquier caso, estos árboles me ponen los pelos de punta…
- ¿Tú… asustado? –y la risa de Melkart pintó mientras se iban el aire de aquel oasis impío, llenando los sueños de los asteros romanos de aventuras y de la promesa de emociones apasionantes. 

22 diciembre 2011

Una canción de muerte y vida (III)

Tercera parte del cuento navideño con algunos de los personajes de mi novela 1387. Baal desconfía del rey Herodes y sale a escondidas de su palacio junto a los otros reyes-dioses. ¿Encontrará la estrella fugaz que ha estado siguiendo durante meses?
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Llevaban dos días recorriendo el desierto, aunque ni el hambre ni la sed hacían mella en ellos. Estaban lejos de la cúspide de su poder, y del puñado de fieles que aún conservaban, pero seguían siendo dioses.
- No me importa si existe o no, si matan a ese Mesías o si vive –había dicho Baal cuando se fueron-. Pero no pienso ser utilizado por un rey de los hombres.
“Y mucho menos dejarás que, en su impaciencia, encuentre el betilo antes que tú”, pensó Astarté.
A eso se había reducido la misión conjunta: “olvidaros del Mesías hebreo, busquemos esa estrella caída”. Porque una hora tras el amanecer, la estrella viajera había desaparecido de las alturas, y Baal sólo consideraba una posibilidad: que ya no estuviese en el cielo.
A la luz del sol, los poderes del dios negro se reducían drásticamente, y tuvo que confiar en la intuición y las percepciones de sus compañeros de viaje para poder localizar la piedra celeste. Astarté levantó con la arena del desierto una representación aproximada de las tierras que había recorrido Baal desde que saliera de Magadha, donde ahora vivía; Melkart, por su parte, era experto en la interpretación de mapas, y supo calcular a la perfección la velocidad de la estrella, y a partir de eso y del momento que había desaparecido, su situación más probable.

Algo había sucedido allí, porque desde luego no se parecía en nada al resto de Judea.
Las undulantes arenas doradas que les habían acompañado, eran aquí de un rojo intenso, como la sangre. Además, no se acumulaban en pequeñas dunas, sino que revelaban entre ellas rocas del mismo tono bermejo. Aquí y allá emergían gigantescos árboles, de más de 20 varas de altura, poblados de hojas escarlata, con unos siniestros líquenes azulados que se adherían en placas a sus troncos sin corteza. La vegetación parecía acumularse más en un punto, justo donde Melkart situaba la caída de la piedra.
- Tiene que ser aquel bosque –dijo, poco convencido. Astarté se sostuvo en sus hombros:
- Baal, notó una vibración extraña.
- ¿Una vibración? –el rey negro se concentró-. Yo no siento nada.
- Pues yo sí, como una nota sostenida. La siento en el aire. La siento en el suelo. Incluso la noto en el vientre; en realidad la noto especialmente en el vientre. No me gusta nada.
- Vayamos con cuidado –recomendó Baal-. Si realmente ha caído un betilo, nuestra potencia divina podría fallar. Incluso nuestra inmortalidad.
- Esperemos que nadie haya encontrado aún la piedra sagrada –dijo Melkart.
Los árboles surgían de la tierra roja desnuda, sin ninguna clase de sotobosque a su alrededor. Cada vez se expresaba a su alrededor con mayor exuberancia. Ni siquiera Astarté, que amadrinaba todo lo engendrado, se sentía cómoda entre aquellos grandes troncos. Había algo en ellos… ¿sobrenatural? No: antinatural.
Sin aviso previo, tras una hilera especialmente apretada, apareció un amplio claro que descendía en pendiente progresiva hacia un hoyo central. Sobre el agujero flotaba una piedra roja, de perfiles perfectamente regulares, de una vara de alto, dos codos de ancho y menos de un palmo de grosor. Pero no era aquello lo que dejó a los tres reyes con la boca abierta.
Por todo el claro corrían, revoloteaban, peleaban, se devoraban e incluso se apareaban sin freno unas bestias inmensas, como nunca antes habían visto los hombres. Unos parecían caballos de patas larguísimas y estrechas, como si los sostuvieran unos imposibles zancos; otros se asemejaban a gorilas mayores que osos, con cuatro extremidades superiores y un hermoso pelaje blanco. Había una mariposa ciclópea con cabeza de ciervo, y un elefante tan delgado como la hoja de una espada, adosado a los cuartos traseros de una cebra con pies humanos.
Los animales que servían de alimento a otros, no estaban muertos, y mutaban su aspecto ante los ojos de los observadores, a medida que el primero era devorado. Así, uno de los caballos zancudos se transformó en un cocodrilo con tentáculos, y un gran cerebro volador acabo, tras ser mordido, con cola de castor y tres ojos tenebrosos.
Astarté trastabilleó, mareada:
- La canción… la canción vibra demasiado…
- ¿Qué te sucede, Ash? –preguntó Melkart, preocupado.
- Vibra… vibra… y está mal, ¡terriblemente mal!
Una monstruosa araña se cernió con sus alas de murciélago sobre el desprevenido Baal, que la rechazó como si fuera una pluma. Al estrellarse contra una tortuga de dientes de sable, ambos parecieron fundirse en una sola criatura de dos cabezas que pugnaba por aparearse consigo misma.
- Astarté no nos puede ayudar, Mel. ¿Qué está sucediendo aquí? ¿Por qué yo no oigo nada?
- Hay un hombre –dijo Melkart-. Hay un hombre herido al borde del claro.
- Creo que tienes razón.
Esquivando y apartando de su camino a las criaturas, los reyes avanzaron en la dirección que presentía. La araña-murciélago-tortuga volvió a abalanzarse sobre Baal, escupiéndole esta vez primero una masa viscosa que se endureció, aprisionándolo. Con un ligero esfuerzo, el rey negro rompió la presa, le arrancó las alas a la criatura y la lanzó lejos de sí.
- Pero, ¿de dónde ha salido todo esto? –gruñó Baal.
- ¿No habrá llegado con el betilo? –sugirió Melkart. Seguía sintiendo aquella presencia humana más adelante, pero bastante débilmente, ahora.
Baal no llegó a poder contestar: la araña-tortuga regresaba. Ahora no se propulsaba con patas ni alas, sino con un extraño tubo en el vientre del que manaba fuego. Volvió a escupir la sustancia viscosa, pero al intentar romperla, el negro se dio cuenta de que esta vez era mucho más dura que antes.
- No sólo cambian –exclamó mientras pugnaba por zafarse- ¡mejoran con cada alteración!
Baal dudaba seriamente de que su inmortalidad fuese a aguantar el asalto de aquellas criaturas. ¿Y si al morderle se convertía en uno de ellas? El extraño ser compuesto se lanzó sobre él por tercera vez.

21 diciembre 2011

Una canción de muerte y vida (II)


Segunda parte del cuento de Navidad en el que reaparecen personajes de 1387 - Libro 1. Melkart, Astarté y Baal son recibidos por el rey Herodes...
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- Es uno de los rojos –murmuró la reina al entrar.
- Pues parece más heleno que hebreo –declaró el fornido Melkart.
Herodes el Grande era, en efecto, “uno de los rojos”, descendiente del pueblo edomita fundado por Esaú. Sin embargo, y como notaba Melkart (siempre más dispuesto a comprender las diferencias culturales), se había cultivado en la tradición de la Hélade y se sentía cómodo entre los romanos.
El anciano rey les recibió con todo lujo en los detalles: música, baile, presentes, perfumes en el aire… Atento a sus invitados, en cuanto percibió que los reyes comenzaban a estar cansados del despliegue, ordenó a todo el mundo que se retirara. Incluso los guardias esperaron fuera de la estancia.
- Os rogamos que nos disculpéis si se han alargado demasiado las celebraciones. Sin duda estaréis cansados por el viaje: por favor, disfrutad de la casa de baños y alojaos en nuestro pequeño palacio tanto tiempo como deseéis: será un tiempo de honor para todos…
- No nos demoraremos demasiado -indicó Baal.
- ¡Ah! Tenéis prisa por llegar a vuestro destino. ¿Os esperan quizás para unos desposorios? -claramente allí era donde Herodes quería llevar la conversación-. Tres nobles reyes, incluyendo a una excelsa dama, cabalgando sin sus séquitos. Es realmente insólito.
- Nuestros pajes se adelantaron –intervino Melkart-. Las caravanas se mueven más lentas, así que partieron antes.
Herodes parecía convencido con la mentira, pero quería ir más allá:
- Lo comprendemos. Y sin embargo, estamos seguros que algo llamó vuestra atención para confluir aquí, ¿verdad?
Aquí sí que les cogió desprevenidos. Baal, Melkart y Astarté habían coincidido por casualidad en Jerusalén, ¿o quizás no? Y sin embargo el rey Herodes parecía convencido de que no era así, de que había una razón concreta. Recordando las palabras de Baal, y dejándose llevar por la intuición, Astarté aventuró:
- Miramos a las alturas, y vimos una señal.
- Un prodigio –apuntó Melkart.
- Un prodigio –siguió Astarté-. Algo importante iba a ocurrir.
- ¡Ah! –no había duda de que esto era precisamente lo que Herodes esperaba-. Nos entendemos, Nos entendemos. Nos también miramos… pero no vimos. Escuchamos… y entonces sí que oímos. Se dice que el Mesías del pueblo hebreo puede estar a punto de nacer.
- Yo he oído lo mismo –respondió Astarté impulsivamente… antes de ver la mirada desorbitada que le dirigía Baal-. Aunque se ha dicho muchas veces.
- Pero ésta, no hay duda, será la correcta. Porque nunca antes tres reyes habían llegado hasta nuestro palacio atraídos por el rumor. Porque lo habéis visto en las estrellas, así que sois magos. Yo –la emoción embargaba el rey, que abandonó las fórmulas mayestáticas-, yo quiero presentarme ante ese niño, ante el que ha de ser el nuevo señor de todas estas tierras. Nada me llenaría más, nada me haría más feliz, que poder postrarme ante el niño-rey. Pero nadie me ha sabido decir dónde ha de nacer. Si lo encontráis, os ruego, ¿podéis informarme para que pueda mostrarle mi aprecio, pedir la bendición de su madre y honrar a su padre por los siglos que han de venir?
A Melkart le conmovió la transformación del rey, aquella piadosa muestra de humildad. Iba a decir algo, pero Baal le interrumpió.
- Sin duda, majestad. Os juramos que os revelaremos a vos, y a nadie más, el lugar donde ese niño se encuentre, pues habéis adivinado correctamente que ese era el propósito de nuestro viaje. No de otra manera podríamos pagaros vuestra excelsa ayuda en esta etapa final del recorrido –Herodes parecía satisfecho, y asintió cuando Baal siguió-. Partiremos mañana, y una vez hayamos prestado nosotros homenaje al nuevo rey, volveremos y os haremos partícipes de la noticia.
Con un sencillo movimiento de la mano, el rey les despidió, y los extranjeros partieron a sus aposentos. Melkart le pasó el brazo por los hombros a Baal, y conversando en su idioma, que nadie por allí entendía, le felicitó, relajado:
- Tienes mano para tratar con estos reyes, truhán. Se notaba que Herodes estaba contento.
Astarté también sonreía, pero lo que dijo tenía un tono más grave:
- Les has mentido, ¿verdad?
- Por supuesto que le he mentido. Éste patán estaba a punto de jurarle algo parecido, pero a diferencia de él, a mí no me importa romper el juramento.
Melkart no se llegó a sentir dolido, estaba demasiado desconcertado.
- Pe… pero…
Al llegar a los aposentos, el rey Baal se dirigió a uno de los guardias de honor que les escoltaban, lo llevó aparte y le susurró:
- Habéis cumplido bien con vuestra labor, los aposentos son dignos de nuestra presencia –entonces, empleando una fracción de su poder, añadió-. No volveréis a visitarnos en toda la noche. Por la mañana, explicaréis que nos escoltasteis personalmente por una ruta discreta hasta el camino del Norte –una semilla negra salió del iris del rey y se fundió en el ojo del guardia-. Contarás lo que te he dicho a cuantos guardias requieras para confirmar tu historia, y ellos creerán lo mismo que tú. Ahora, vete.
Cuando los guardias se hubieron marchado, Baal cerró la puerta de los aposentos desde dentro.
- Una implantación –apreció Astarté-. Te lo tomas en serio.
- Esto os tiene que quedar muy claro a partir de ahora: ese rey, ese Herodes, es un hombre muy, muy peligroso. Creedme: tiene el corazón más negro que he visto en mi vida.
- Me parecía un hombre normal –dijo Melkart-. Pomposo, quizás, pero mejor que muchos reyes. Me ha parecido notar que ha tenido que cortar algunas cabezas para llegar a donde está pero… ¡Reyes! –se encogió de hombros, como si la propia palabra lo explicara todo.
- Melkart. ¡Melkart! No te estoy hablando de lo que haya hecho: eso es lo que ves tú. Te hablo de lo que es capaz de hacer, y en ese punto me tenéis que escuchar. Yo sé el mal que se esconde en el alma de los Hombres. Y si Herodes ha acabado con una estirpe entera para sentarse en ese trono, ahora que le falta tan poco para morir será capaz de cualquier cosa para asegurarse de que sus descendientes siguen ahí. Matará a hombres, a reyes, incluso a dioses si lo cree oportuno.
- ¿No te diste cuenta –apuntó Astarté- que sabía que habíamos llegado de puntos distintos?
- Es su deber estar al corriente de lo que pasa en su país. Si otros tres reyes atraviesan sus tierras, es normal que le informen.
- De acuerdo –concedió Baal-, pero ¿de verdad te tragaste su fascinación por “el Mesías”? Un rey que ha de superarlos a todos, Melkart. No quiere adorarlo, ¡quiere matarlo!

20 diciembre 2011

Una canción de muerte y vida (I)


Primera parte de un cuento de Navidad donde reaparecen algunos personajes de 1387 - Libro 1. A la vez precuela y spoiler ^_^
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Más allá de las montañas de Moab, más allá del desierto de Judea, a 60 estadios de Jerusalén, se levantaba una colina modelada por el hombre, con forma de seno materno. Al pie se levantaba una ciudadela llena de escribas, ministros y administradores, y en la cumbre una fortaleza, con precipicios en todas las direcciones, elevada donde el rey de aquellos lares había derrotado a la unión de partos y hasmoneos: Herodis.
El viento implacable arrojaba lentas oleadas de arena contra las murallas del palacio. Hacía un rato que había anochecido, y sin embargo todavía pululaba una inopinada cantidad de gente por los caminos. La noche era para refugiarse en el hogar, donde había luz y abrigo, pero la luna llena y la obligación de cumplir con los invasores animaban a extender el viaje un poco más. Algunos ya no podían más y preparaban la bolsa, dispuestos a despedirse de buena parte de ella: si el Gran Censo estaba siendo provechoso para alguien, era para los propietarios de cualquier tipo de albergue o posada.

Pasado el doble muro, dentro del palacio circular, tres extranjeros aguardaban en la antesala del trono. Dos hombres y una mujer de nobilísimo atuendo, que no estaban en Jerusalén para ser censados. Si acaso al revés, pues cada uno de ellos era mucho más viejo que la propia Jerusalén.
Los tres se conocían, aunque habían llegado por separado:
- Exactamente ¿cuál es la razón por la que habéis venido? –inquirió el que tenía la piel oscura, cruzado de brazos y recostado en la pared de azulejos.
- Eso me gustaría saber -dijo la hermosa dama-. En cien años me he cruzado con éste 33 veces. ¡Treinta y tres! Como hombre, como caballo, como toro…
El tercero de los extranjeros, los fornidos brazos al descubierto, se puso colorado:
- Ash, no te enfades... tú reinas en Híspalis y yo en Gades. Es normal que nos encontremos más que el resto...
- ¡No me llames Ash!
- ¿Híspalis, Gades? -les reprendió el hombre oscuro-. ¿Qué ha pasado con Spal, con Gádir, con Tarshish? ¿Tanto os habéis humanizado?
- Baal, no empieces otra vez -terció el otro-. Canaán cayó hace mucho, y el Egipto que tú y yo conocimos, y Babilonia y Atenas y Esparta… Siguen existiendo, sólo cambian de nombres, a veces de costumbres.
- Los nombres son importantes –reclamó el monarca negro.
- Bueno –atajó su compañero, para evitar el conflicto-, ¿y tú por qué has venido? Hacía 800 lunas que no nos veíamos.
El oscuro reconoció la importancia de la pregunta:
- Hay… algo en el cielo. Una estrella.
- Baal, el cielo está lleno de estrellas.
- ¡Una estrella que se mueve, Melkart! Ya lo sé, todas se mueven… Pues has de saber que ésta se puede ver de noche y de día, y que llevo meses siguiéndola desde los confines de Oriente.
- Un prodigio –admitió el otro.
- Una señal –intervino la reina-. Yo he venido por ciertos rumores del pueblo de David.
- ¿Aún afectada por que Moisés les obligara a dejarte? –dijo Baal, hiriente.
- Inculto pastor de cabras… -masculló la reina por lo bajo-. Lo he superado, lo he superado. No es eso: dicen que está a punto de nacer el Mesías, el Elegido de su pueblo que les ha de liberar.
Melkart y Baal se miraron en silencio un momento antes de prorrumpir en carcajadas.
- ¿El Mesías?
- ¡El Mesías! ¡Ja!
- ¡Pero si llevan siglos esperándolo, Astarté!
- ¿Librarles de quién? –se burló Baal- ¿De Roma? ¿Del mejor ejército que jamás ha existido en el mundo? Pues más le vale a ese Mesías superar a Moloch en fuerza, porque a los romanos sólo los va a echar Roma.
Una fría cólera se había ido apoderando del pecho de la reina.
- ¿Y no se te ha ocurrido pensar que tu estrella puede ser la señal de que tienen razón?
- No. Pero seguro que a ellos sí –dijo el negro, desafiante-. Siempre miran al cielo creyendo hallar –se detuvo, al despertar una conjetura en su mente-… respuestas y señales.
Melkart comprendió el motivo de su desazón repentina y dijo con quietud:
- Ellos lo creen. Pero nosotros sabemos que es así. Que la respuesta vino de arriba.
Baal parecía entre preocupado y entusiasmado por las posibilidades:
- ¿Un nuevo betilo, Mel? ¿Nuevos dioses?
La puerta de la cámara se abrió entonces. El chambelán de Herodes se inclinó ante ellos. El maestro copero escanció en dos copas de plata un vino especiado y lo entregó ceremoniosamente a los hombres. Astarté levantó la vista al cielo. Machos…
- El rey Herodes les recibirá ahora, majestades.

13 diciembre 2011

¡Dios sabrá el nombre del Doctor! (y III)

La segunda pista consiste en nuestra certeza de que al Doctor le llamaban Theta Sigma (ΘΣ) en la Academia de Señores del Tiempo, en Gallifrey [1]. Y sucede que ΘΣ era una de las abreviaturas de la palabra "Dios" en los manuscritos griegos del Nuevo Testamento, que se parece terriblemente a las letras Omicron Sigma (ΟΣ) y que por uno de esos ¿azares? resulta que significa "quien": who.

De hecho Omicron Sigma se utilizaba en lugar de Theta Sigma en algunos de los manuscritos alterados por los escribas, muy probablemente por error. Y además, en la Biblia inglesa el nombre de Yahvé tradicionalmente se ha traducido como "I am who I am", "yo soy el que soy", es decir, "yo soy el quién, el ser".
Para acabar de complicar las cosas, El Doctor reinició el universo con un segundo Big Bang [2] después de que una alianza alienígena provocara por error su destrucción [3], y River Song lo expuso en estos términos:

River Song: la TARDIS sigue ardiendo; está explotando en cada punto de la Historia. Si lanzases la Pandorica a la explosión, justo al corazón de las llamas...Amy Pond: ¿Entonces qué?River Song: Pues... hágase la luz.
(El Big Bang)[4]


¿Pistas falsas o un modo inteligente de esconder las pistas? ¿Está Steven Moffat mitologizando la creación y cientificando la religión, como The Daemons hizo 40 años atrás? ¿O sólo está jugando con aquellos que sobreanalicen las metáforas de la serie? Sea como sea, la cuestión está interesantemente en el aire...

[1] The Armaggeddon Factor (1979), The Happiness Patrol (1988) y La Pandórica se abre (2010).
[2] El Big Bang (2010)
[3] La Pandórica se abre.
[4] La autora E.K. Phillips profundiza en el tema en la entrada de su blog Die Zeitschrift titulada “Let there be light: The Gospel According to Dr River Song” http://zeitschrift.wordpress.com/2011/06/07/let-there-be-light-the-gospel-according-to-dr-river-song/

12 diciembre 2011

¡Dios sabrá el nombre del Doctor! (II)

En Devil’s Run, el Coronel Manton afirma que “no es el diablo, ni un dios, ni un duende, ni un fantasma, ni un embaucador legendario[1]". El Doctor niega entonces que sea "un fantasma o un embaucador"... pero ninguna de las otras descripciones [2].

Hasta el momento solo ha habido un par de instancias que podrían sostener la idea: una son los esfuerzos del Silencio para mantener su nombre oculto.
Dorium Maldovar: En los Campos de Trenzalore, a la Caída del Undécimo, cuando ninguna criatura pueda hablar falsamente o dejar de responder, se realizará una pregunta. Una pregunta que nunca jamás deberá ser respondida. (...) La primera pregunta; la pregunta más antigua del universo, escondida a simple vista. (...) ¡La pregunta de la que llevas huyendo toda tu vida! "¿Doctor Quién?".
(La Boda de River Song)
Aún no sabemos por qué no debe hallar respuesta, la pregunta, que hay tan aterrador en el nombre del Doctor. Pero en la tradición Hebrea, el nombre de Dios tenía un poder terrible: era tan sagrada que incluso hoy muchos Judíos creen que no debe pronunciarse; el surgimiento de Metatrón como "voz de Dios" parte de ahí. En la Edad Media abundaron las prácticas cabalísticas y ritos unidos al nombre "oculto" de Dios, como la Shem ha-Mephorash. La brujería Goecia llegó a considerar incluso que podía liberar a los demonios apresados por Salomón para cumplir tareas destructivas.

¿Se usó el nombre del Doctor de ese modo? Según él, sólo existe una razón por la que le contaría a nadie su verdadero nombre, un único momento en el que podría... y a alguien en quien confiara completamente[3]: se había sugerido ligeramente, dada su relación con River Song y que ella conocía su nombre, que ese momento podría ser su boda... Pero ¿y si el nombre en realidad sella algo terrible y él no puede pronunciarlo más que para pasar la antorcha al siguiente "guardián" de la Caja de Pandora? El juego de palabras se haría real, y literalmente, en ese caso, "Doctor Who" (el nombre del Doctor) sería de alguna forma la madera para que siguiera ardiendo (es decir, "Torchwood").


[1] N. del T.: "Trickster" en el original. De por sí, "trickster" significa embaucador o tramposo, pero también designa a un arquetipo mítico de pícaros divinos al que pertenecen, por ejemplo, el Loki vikingo o el Coyote norteamericano.
[2] A Good Man Goes to War (2011).
[3] Silencio en la Biblioteca (2008).

05 diciembre 2011

¡Dios sabrá el nombre del Doctor! (I)

Existe la sombra del atisbo de una teoría de que el Doctor pudiera ser el casi divino Otro de Gallifrey. Nacida del Plan Maestro de Cartmel de la temporada 1989, cuando se intentaba hacer al Doctor "más que sólo un Señor del Tiempo", se basa en comentarios como este:

Séptimo Doctor: La Mano de Omega es un nombre mítico para el manipulador estelar remoto, un aparato utilizado para alterar estrellas a placer. Y anda que no tuvimos problemas como el prototipo...
(Remembrance of the Daleks)
¿Se trata de una figura retórica? ¿Dijo el Doctor "nos dio" como diciendo "nos dio a los Gallifreyanos"? ¿O estaba realmente afirmando que él tomó parte en la creación de la Mano, que los oscuros y todopoderosos padres de Gallifrey no fueron sólo Omega y Rassilon, sino que hubo un tercero, un Otro olvidado... el Doctor? El personaje de El Otro fue caracterizado fuera de la serie de televisión, en las novelas publicadas tras su cancelación, aunque nunca se llegó a decir demasiado sobre él: uno de los misterios que llevó consigo fue su nombre, desconocido para todos y razón por la que le llamaran El Otro.

Según algunas tradiciones Judías y Cristianas, hay un alto ángel llamado Metatron; antaño un hombre llamado Enoch, se convirtió tras su muerte en la Voz y el Escriba de Dios. En la tradición cabalística, su glifo era un cubo flotante hecho de su propia alma (cf. con los hipercubos gallifreyanos utilizados para las comunicaciones seguras y directas[1]). El rabino Elisha ben Abuyah confundió a Metatron con el propio Dios: tras convertirse en apóstata por proponer tamaña dualidad, Abuyah fue llamado Acher: es decir: "Otro".

Así pues: ¿era el Otro un dios? ¿Es el Doctor el Otro? ¿Es por tanto un dios, el Doctor? E incluso una pregunta más: ¿es el Doctor, Dios, con D mayúscula?

En una ficción atea o cuanto menos profundamente agnóstica como Doctor Who, puede parecer extraño hacerse esta pregunta. Pero que el nombre del Doctor esté escondido se ha demostrado no sólo como un misterio, sino como un asunto poderoso e incluso catastrófico. Al leerle la mente, Madame Pompadour dijo que era "más que sólo un secreto"[2]. Luego, la bruja carrionita Lilith declaró que "no había nombre", al sondearle[3]. Y Evelina, la vidente romana, afirmó: "tu auténtico nombre está escondido. Arde entre las estrellas, en la mismísima Cascada de la Medusa"[4].

¿Y qué? No sabemos el nombre del Doctor y pudiera ser, según una línea argumental abortada en los 80 y desarrollara en algunas novelas, que fuese El Otro. Eso podría hacerlo relativamente divino en términos de Doctor Who, científicamente divino, por decirlo así. ¿Donde hay la más mínima brizna que sugiera que es un Dios en mayúsculas, especialmente uno del tipo judeocristiano?

Una vez más, todo está en el nombre...


[1] The War Games (1969) y La Mujer del Doctor (2011).

[2] La Chica en la Chimenea (2006).

[3] El Código Shakespeare (2007).

[4] Los Fuegos de Pompeya (2008). El Doctor dijo posteriormente, en La Tierra Robada (2008), que había visitado el lugar cuando tenía 90 años ("apenas un niño"). De manera que es muy posible que estuviera allí cuando aún no se le llamara El Doctor, y por lo tanto que fuese uno de los pocos sitios fuera de Gallifrey que visitó con su nombre real. Evelina podría estar hablando, o dada la repercusión pandimensional de la Cascada, podría referirse a algo mayor.