23 diciembre 2011

Una canción de muerte y vida (IV)

Los tres reyes han llegado hasta el lugar donde cayó la piedra celestial. Pero bajo su influencia, el lugar y sus habitantes han sido terriblemente alterados. ¿Serán capaces de recuperar el betilo?
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A su lado, bregando por su cuenta con más quimeras, a Melkart se le amontonaba el trabajo. Pero a diferencia de Baal, más acostumbrado a intimidar a otros seres que a luchar contra ellos, él disfrutaba pudiendo enfrentarse a unas cuantas docenas de adversarios. El fortachón derribó, girando sobre sí mismo, a uno de los grandes gorilas blancos, y lanzó una formidable palmada que aturdió al estallar al resto de monstruos que le rodeaban. Cogió a Baal de la capa y brincó prodigiosamente hasta la linde del bosque. Bordeándolo, la aún desorientada Astarté había llegado hasta el mismo sitio, y pugnaba ahora por mantener la concentración necesaria para atender a la persona que todos habían presentido: era un oficial del ejército romano. Lo habían mordido, pisoteado y corneado, pero seguía con vida.
- ¿Qué ha pasado aquí? –fue lo primero que le preguntó Baal, sin comprobar si estaba consciente.
- ¿Estás bien? –dijo Melkart.
El romano se aferraba a la vida con todas sus fuerzas. Al descubrir que habían acudido en su ayuda, a fuerza de voluntad y disciplina consiguió mantenerse despierto.
- Decurión Gnaeus… Nautius… Rutilus. Segunda manípula… de Jerusalén. Vine con mis… asteros…. El pretor… quería saber qué… había caído en el desierto.
Astarté reunió el aplomo necesario para darle una brizna de vida al soldado, para que no desfalleciera. Inexplicablemente, al desprenderse de la energía, ella también se sintió mejor:
- Esos son mis hombres y nuestros caballos. Cuando intentaron cargar la piedra… empezaron a transformarse en esas… ¡cosas! Ellos y nuestros caballos.
En el claro, alrededor de la piedra que levitaba, las criaturas habían seguido cambiando… tanto que ahora ya costaba distinguir en ellas rastros de animales concretos. Plumas, pieles, conchas, escamas, picos, garras, dientes y aletas coexistían con apéndices nunca vistos, bocas en lugares imposibles y desgarros que dejaban asomar partes metálicas, cristalinas y de otras materias por completo ajenas a la vida.
- ¿Qué hacemos, Melkart?
- ¿A mí me lo preguntas?
Astarté les interrumpió:
- Hay que darles con todo lo que tenemos, llegar hasta el centro y sacar el betilo de aquí: es lo que está provocando todo esto, y hay que ponerle fin.
- Ponerle fin… -susurró Baal-. ¡Pues claro! ¡Ponerle fin, me estoy haciendo viejo! Hermanita, tú y yo nos encargamos de las criaturas: no hay que dañarlas o se volverán más fuertes. Mel, tienes que llegar al centro: coge el betilo y vuelve a lanzarlo al cielo. Tan lejos como puedas.
Los hermanos se pusieron entonces manos a la obra. El oscuro Baal se desprendió de su máscara terrenal y fluyó hacia el cielo como una nube oscura. Trazó un arco y comenzó a girar como un anillo de tinieblas alrededor del cráter sobre el que flotaba el betilo. Con cada vuelta sentía como aquella piedra lo escrutaba, intentaba adivinar su composición, determinar sus flaquezas, sus miedos, su potencial. Al volverse oscuridad, Baal siempre disfrutaba de la verdadera libertad, pero esta vez se sentía más desnudo que nunca. Y muy, muy vulnerable.
Aquella explosión de vida comenzó a alejarse de la oscuridad del centro, advertidos por un resto de su animalidad que les decía que allí dentro era donde moraban los verdaderos monstruos. Astarté utilizó entonces su don sobre el deseo de las criaturas por reproducirse e hizo que olvidaran por un momento sus otros instintos: unirse, perpetuarse, esa era urgencia. Aquellos que no lo estaban haciendo ya, comenzaron entonces a aparearse con la criatura más semejante que tuvieran a su alcance.
Melkart aprovechó que los animales dejaban de corretear de aquí para allá y se lanzó a la carrera por entre la orgía bestial hacia el anillo de oscuridad. Se deslizó por debajo, se levantó y de un solo impulso cruzó el cráter hasta el borde contrario: en sus manos llevaba ahora la piedra celestial, el betilo, que había recogido en la cúspide de su salto.
Oleadas de energía cruzaron su cuerpo. Millones y millones de números asaltaron su mente. Datos. Cifras. Cantidades. Proporciones. Probabilidades. Melkart quedó momentáneamente inundado por una cascada de imágenes de criaturas muy concretas, muy parecidas a las que estaban resultando de la mutabilidad reinante. Nombres en idiomas jamás pronunciados. Islas perdidas de cuentos y leyendas que navegaban a la deriva en busca de un propósito, de un conjunto mayor perdido en un océano de tiempo y espacio. Aquello era más que una piedra caída de las alturas.
- ¿Qué diantre eres tú? –se preguntó.
- ¡Láhahahanzaaaalahahah! –chilló el torbellino de oscuridad que le rodeaba. El rey secreto de Gades comprendió que la tabla celestial le estaba empezando a alterar, que su poder se estaba empezando a mezclar con el suyo, a hermanarse con algo que, por fin, comprendía.
- Otro día –susurró Melkart-. Hoy no puedo dejar que me cambies. Me gusta mucho ser quien soy.
Dio una, dos, tres vueltas sobre sí mismo, y con toda su fuerza, más la sobredosis de poder que le estaba recorriendo, lanzó la piedra más lejos que nadie, hasta los confines del mundo y más allá: hasta baalit, la luna oscura que comenzaba a despuntar por el horizonte.

- Esa roca estaba incompleta –explicaba Baal unos minutos después, cuando todo se había calmado-. No era un verdadero betilo, en todo caso un fragmento.
Astarté había aflojado las riendas, y al poco los seres monstruosos se habían vuelto a convertir en lo que eran de nacimiento: insectos, caballos, un par de perros y un puñado de soldados romanos, desnudos, tremendamente confusos y avergonzados. Gnaeus Nautius estaba tratando de recomponer su fragmentada moral a un lado del claro. La frondosidad de extraños árboles seguía donde estaba, pero acabaría por desaparecer agredida por el desierto.
- Estaba llena de voces y de imágenes, Baal. Cuando la cogí, intentaron entrar en mi cabeza, pero también hacían preguntas, con ansia; nunca había conocido tal desesperación por saber.
El rey negro reflexionó sobre aquel misterio, pero no supo hallar una respuesta. Su hermanastro había soportado bien el asalto de la piedra, en todo caso: ahora lo miraba con mucho más respeto que antes.
- La vibración que escuchaba Astarté y que yo no podía oir: esa era la clave. Era una canción de vida.
- ¿Pero tú por qué no…?
- Una canción de vida, Astarté. Sólo de vida. Vida perpetua, todas las vidas, cambio continuo. No tenía fin. La piedra les ofrecía todos los cambios imaginables, toda la extensión de posibilidades, no una vida como caballo, o chacal, o hombre, sino todos los caballos, todos los perros, todos los hombres, y todos los otros seres que existir o imaginado se hubieran. Yo soy la oscuridad al final del camino. Tú eres la que inicia ese camino. Pero la vida no es sólo vida: la vida es una canción de vida y muerte.
- Vi una imagen en la piedra –dijo Melkart-. Las últimas criaturas que vimos… se parecían a cosas que había dentro.
- Quería llegar a algo –dedujo Astarté-. Pero no sabía cómo.
Los romanos estaban exhaustos. Poco a poco comenzaron a quedarse dormidos a la sombra de los árboles. La chispa de energía que la diosa había transmitido al decurión herido, no obstante, comenzaba a extinguirse.
- No es un creyente. Eshmún podría hacer algo, tal vez Reshef, pero yo no puedo sanarle verdaderamente.
- Traigo algunas cosas en mi equipo –dijo Melkart-. Siempre recojo potingues interesantes en mis viajes, nunca sabes cuando habrá algo útil.
- De acuerdo, curemos al humano –dijo Baal, algo descontento, pero queriendo mostrar su nuevo aprecio por Melkart-. En otra parte, en cualquier caso, estos árboles me ponen los pelos de punta…
- ¿Tú… asustado? –y la risa de Melkart pintó mientras se iban el aire de aquel oasis impío, llenando los sueños de los asteros romanos de aventuras y de la promesa de emociones apasionantes. 

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