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Llevaban dos días recorriendo el
desierto, aunque ni el hambre ni la sed hacían mella en ellos. Estaban lejos de
la cúspide de su poder, y del puñado de fieles que aún conservaban, pero
seguían siendo dioses.
- No me importa si existe o no, si
matan a ese Mesías o si vive –había dicho Baal cuando se fueron-. Pero no
pienso ser utilizado por un rey de los hombres.
“Y mucho menos dejarás que, en su impaciencia,
encuentre el betilo antes que tú”, pensó Astarté.
A eso se había reducido la misión
conjunta: “olvidaros del Mesías hebreo, busquemos esa estrella caída”. Porque
una hora tras el amanecer, la estrella viajera había desaparecido de las
alturas, y Baal sólo consideraba una posibilidad: que ya no estuviese en el
cielo.
A la luz del sol, los poderes del
dios negro se reducían drásticamente, y tuvo que confiar en la intuición y las
percepciones de sus compañeros de viaje para poder localizar la piedra celeste.
Astarté levantó con la arena del desierto una representación aproximada de las
tierras que había recorrido Baal desde que saliera de Magadha, donde ahora
vivía; Melkart, por su parte, era experto en la interpretación de mapas, y supo
calcular a la perfección la velocidad de la estrella, y a partir de eso y del
momento que había desaparecido, su situación más probable.
Algo había sucedido allí, porque
desde luego no se parecía en nada al resto de Judea.
Las undulantes arenas doradas que
les habían acompañado, eran aquí de un rojo intenso, como la sangre. Además, no
se acumulaban en pequeñas dunas, sino que revelaban entre ellas rocas del mismo
tono bermejo. Aquí y allá emergían gigantescos árboles, de más de 20 varas de
altura, poblados de hojas escarlata, con unos siniestros líquenes azulados que
se adherían en placas a sus troncos sin corteza. La vegetación parecía
acumularse más en un punto, justo donde Melkart situaba la caída de la piedra.
- Tiene que ser aquel bosque –dijo,
poco convencido. Astarté se sostuvo en sus hombros:
- Baal, notó una vibración extraña.
- ¿Una vibración? –el rey negro se
concentró-. Yo no siento nada.
- Pues yo sí, como una nota
sostenida. La siento en el aire. La siento en el suelo. Incluso la noto en el
vientre; en realidad la noto especialmente en el vientre. No me gusta nada.
- Vayamos con cuidado –recomendó
Baal-. Si realmente ha caído un betilo, nuestra potencia divina podría
fallar. Incluso nuestra inmortalidad.
- Esperemos que nadie haya
encontrado aún la piedra sagrada –dijo Melkart.
Los árboles surgían de la tierra
roja desnuda, sin ninguna clase de sotobosque a su alrededor. Cada vez se
expresaba a su alrededor con mayor exuberancia. Ni siquiera Astarté, que
amadrinaba todo lo engendrado, se sentía cómoda entre aquellos grandes troncos.
Había algo en ellos… ¿sobrenatural? No: antinatural.
Sin aviso previo, tras una hilera
especialmente apretada, apareció un amplio claro que descendía en pendiente
progresiva hacia un hoyo central. Sobre el agujero flotaba una piedra roja, de
perfiles perfectamente regulares, de una vara de alto, dos codos de ancho y
menos de un palmo de grosor. Pero no era aquello lo que dejó a los tres reyes
con la boca abierta.
Por todo el claro corrían,
revoloteaban, peleaban, se devoraban e incluso se apareaban sin freno unas
bestias inmensas, como nunca antes habían visto los hombres. Unos parecían
caballos de patas larguísimas y estrechas, como si los sostuvieran unos
imposibles zancos; otros se asemejaban a gorilas mayores que osos, con cuatro
extremidades superiores y un hermoso pelaje blanco. Había una mariposa ciclópea
con cabeza de ciervo, y un elefante tan delgado como la hoja de una espada,
adosado a los cuartos traseros de una cebra con pies humanos.
Los animales que servían de alimento
a otros, no estaban muertos, y mutaban su aspecto ante los ojos de los
observadores, a medida que el primero era devorado. Así, uno de los caballos
zancudos se transformó en un cocodrilo con tentáculos, y un gran cerebro
volador acabo, tras ser mordido, con cola de castor y tres ojos tenebrosos.
Astarté trastabilleó, mareada:
- La canción… la canción vibra
demasiado…
- ¿Qué te sucede, Ash? –preguntó
Melkart, preocupado.
- Vibra… vibra… y está mal,
¡terriblemente mal!
Una monstruosa araña se cernió con
sus alas de murciélago sobre el desprevenido Baal, que la rechazó como si fuera
una pluma. Al estrellarse contra una tortuga de dientes de sable, ambos
parecieron fundirse en una sola criatura de dos cabezas que pugnaba por
aparearse consigo misma.
- Astarté no nos puede ayudar, Mel.
¿Qué está sucediendo aquí? ¿Por qué yo no oigo nada?
- Hay un hombre –dijo Melkart-. Hay
un hombre herido al borde del claro.
- Creo que tienes razón.
Esquivando y apartando de su camino
a las criaturas, los reyes avanzaron en la dirección que presentía. La
araña-murciélago-tortuga volvió a abalanzarse sobre Baal, escupiéndole esta vez
primero una masa viscosa que se endureció, aprisionándolo. Con un ligero
esfuerzo, el rey negro rompió la presa, le arrancó las alas a la criatura y la
lanzó lejos de sí.
- Pero, ¿de dónde ha salido todo
esto? –gruñó Baal.
- ¿No habrá llegado con el betilo?
–sugirió Melkart. Seguía sintiendo aquella presencia humana más adelante, pero
bastante débilmente, ahora.
Baal no llegó a poder contestar: la
araña-tortuga regresaba. Ahora no se propulsaba con patas ni alas, sino con
un extraño tubo en el vientre del que manaba fuego. Volvió a escupir la
sustancia viscosa, pero al intentar romperla, el negro se dio cuenta de que
esta vez era mucho más dura que antes.
- No sólo cambian –exclamó mientras
pugnaba por zafarse- ¡mejoran con cada alteración!
Baal dudaba seriamente de que su
inmortalidad fuese a aguantar el asalto de aquellas criaturas. ¿Y si al
morderle se convertía en uno de ellas? El extraño ser compuesto se lanzó sobre
él por tercera vez.
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