19 marzo 2014

El Festival de los Cerezos/2

- Saludos venerable anciana -saludó el joven errante con una breve pero firme inclinación, antes de atarse la horca a la espalda-. Mi nombre es Kousei y soy un viajero de vuelta al hogar.

La anciana de largos cabellos blancos, sin embargo, no apartaba la mirada del otro visitante, el de rasgos simiescos y pelo dorado:

- Bienhallada Wakahisa-sama -intervino aquel con una sonrisa radiante-, he venido a buscaros a vos, pues el Festival de los Cerezos se acerca y pronto tendremos de nuevo el inmenso honor de recibir vuestra visita. Esta vez me dije "seguro que un poco de compañía le hará el camino más agradable" -la mirada de la anciana dejaba a todas luces clara su desconfianza. Ikari carraspeó-. Tampoco os negaré que he venido buscando conocimiento, y ¿quién mas instruida que vos en toda la región?

- Zalamero -dijo ella con algo parecido a un reproche, aunque luego sonrió-. Sabes como tratar a una baba. Aunque por un momento casi creí que habías venido a hacerme compañía y no por el interés, como siempre. Casi.

Durante su intercambio, Kousei había parecido abstraído, perdido en los sonidos del bosque:
- Se oyen ruidos por el camino de la derecha -dijo entonces-. ¿Esperáis más visitas, venerable?
- Es un bosque -respondió ella-, siempre hay ruidos -Ikari tampoco oía nada digno de mención. Y entonces-. ¿Pero qué...?
Por el camino del Este acababan de aparecer dos seres azules de apenas un metro de altura, la mayor parte de ella debida a sus grandes cabezones. Lo cual era una lástima, considerado lo terriblemente feos que eran. Vestían ropajes harapientos y empuñaban unas dagas diminutas, casi meras esquirlas de metal, tan toscas como peligrosas. Venían moviéndose con un enorme sigilo, pero al llegar por fin al claro y ver al grupo allí reunido, sonrieron aviesamente. Wakahisa abrió mucho los ojos al verlos, y compuso una mueca entre la sorpresa y la repulsa.

Tras la pareja de azulillos cabezones apareció un tercero, con la particularidad de que éste iba montado sobre una  araña negra de dorso rojo, tan alta como cualquiera de los allí reunidos y tan gruesa como todos ellos. Durante un momento la escena parece congelarse así, mientras todos se miraban.
- Yo me ocupo de la araña -dijo Wakahisa con voz queda-. Deshaceos vosotros de esos apestosos.

Casi se diría que era una señal acordada: Kousei se lanzó con celeridad suprema hacia la primera de las feas criaturas. Echando mano a la horca que acababa de guardar, ensartó al hombrecillo azul, que un momento después se desplomaba sobre la hierba en un mar de sangre, tan roja como la de cualquiera. El otro hombrecillo gruñió algo ininteligible y una forma neblinosa que recordaba a una calavera salió de su boca, impactando contra Kousei y se dispersó como el humo que era.

No muy lejos Wakahisa daba un paso hacia la enorme araña. Su blanca cabellera se agitó movida por un viento inexistente y pareció entonces adquirir vida propia. Dos mechones serpentearon por el aire, estirándose casi tres metros hasta enredar la cabeza y las patas delanteras de la araña e impidiéndole avanzar o retroceder.

Recuperándose de su estupor, Ikari corrió a refugiarse tras un árbol solitario que crecía en el claro, cerca de donde luchaba Kousei. Señaló en su dirección: con un rielar del aire, apareció tras el azulillo un águila magnífica de plumas doradas que cosió su fea cabeza a picotazos y arañazos con sus fuertes garras. En pocos momentos el invasor estaba tendido en el suelo con un ojo menos, inconsciente o peor.

- ¡No os relajeis! -exclamó la bruja de pelo blanco, forcejando aún con el desproporcionado arácnido-. Ahí vienen más.

En efecto: de entre los matorrales surgieron otros cuatro pequeños seres, tan azules y tan feos como los primeros; más era difícil. Los que pasaban junto a sus compañeros caídos miraron a los jóvenes viajeros con inquina. La horca de Kousei comenzó a volar de un lado a otro, como si estuviera poseida, derribando por la firme mano  del errante a otros dos apestosos azulillos.

- Ikari, ¡permanece detrás mío!

Uno de los invasores se lanzó sobre Ikari y le clavó en la pantorrilla la sucia esquirla de metal que blandía:
 - ¡Aargh!
Kousei respondió, saltando como un resorte hacia él y terminando con su miserable existencia. El hombre-mono decidió aprovechar el momentáneo respiro para dibujar unos kanji arcanos en el aire: el dibujo destelleó una vez como polvo de oro y de deshilachó en un montón de trazos que formaron una suerte de armadura kikko alrededor de Ikari. El águila daba buena cuenta de los otros cabezones, pero esto distaba aún de haber terminado:

Wakahisa estaba ganando la pugna contra la araña, mientras el que la montaba le hincaba los flancos y trataba de excitarla para que reaccionara y se librara del cabello encantado de la anciana del bosque. Entre los pies de su dueña, el pequeño lagarto correteaba nervioso, y se detuvo expectante cuando la bruja le partió la cabeza a la araña y atrapó, antes de que pudiera huir, a su jinete..

- ¡Aquí llega el grueso! -exclamó la bruja.
Seis enanos azules más aparecieron en el claro del bosque, en esta ocasión lanzando dardos contra Kousei e Ikari. Los dos viajeros se protegieron tras el árbol. Uno de los feos invasores lanzó una nube-calavera contra el águila que ya había abatido a dos de sus compañeros, y el plumaje del animal se erizó, sobrecogido por aquel extraño fenómeno.

El errante parecía crecerse a medida que la lid avanzaba y el número de enemigos iba en aumento. Parecía una persona muy seria y contenida para su edad, a menudo impetuosa, pero ahora que podía poner en práctica su destreza marcial también se le notaba una sincera alegría por ello. Se movía por el campo de batalla como un verdadero torbellino, repartiendo muerte azul y roja: hincó la horca en el pecho del azul más cercano, y tras derribarlo le atravesó de parte a parte la pierna a un segundo, con un estallido de tendones.
- ¡Aguanta, Ikari!
Los últimos supervivientes de la incursión no parecían decidirse por la opción más sensata, la retirada: uno de ellos pilló a Kousei por detrás y le hizo un feo corte en la pantorrilla, mientras Ikari, rodeado por otros tres, sacaba todo el partido posible al tronco del árbol: esquivaba como un loco. Cuando la daga de uno de ellos se quedó incrustada en la corteza, a un palmo de su cuello, pudo darse cuenta que su simpleza aparente escondía un diseño particularmente trabajado. El dolor le hizo salir de sus observaciones: otra de aquellas dagas estaba ahora alojada entre sus costillas.

El águila se sacudió de encima el miedo que la atenazaba: aunando sus garras con la horca del errante Kousei, pronto dieron cuenta de todos los invasores azules. Wakahisa arrojó el cadáver del último junto a sus compañeros. Mas no toda la vida vertida aquella tarde salía de cuerpos azules:
- Baba, por favor, ¿podéis hacer algo? -dijo Kousei, alarmado.
Ikari se desangraba como un cerdo, y notaba crecientes dificultades para respirar. La bruja se aproximó a él y le apartó las ropas; frunció el ceño. Se encomendó brevemente a los espíritus, se frotó las manos repetidas veces y las aplicó sobre el pelaje sanguinolento de Ikari: las notó calientes, casi demasiado. Ante la atónita mirada de Kousei, Wakahisa sacó la daga del cuerpo del invocador: increíblemente, la herida se cerró al paso del metal, como si alguien hubiera hecho retroceder los segundos sobre ella. La baba murmuró algo que sólo Ikari alcanzó a oír y que le dejaría pensando durante un buen rato.

"Venganza".

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