21 abril 2015

MdT: Tiempo de paz (IV)

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   María dormía mientras Diego permanecía de guardia, rondando los pasillos en uno de sus habituales arranques de energía. Tenía 33 años, se recordó don José Florences, la mitad que él: ¡ah, la juventud perdida! Se recogió en la estancia que le habían reservado los monjes y, a la luz de un candil, volvió a repasar la documentación del Ministerio: era escasa. Tanto que se resumía en una sola carta: la misiva, escrita en portugués, había sido encontrada en un anticuario de Cádiz junto a muchas otras, en varios idiomas. Los autores eran distintos en todos los casos, y trataban cuestiones personales, comerciales o legales entre personajes anónimos que iban desde el siglo XV a mediados del XIX. A su manera, eran una suerte de pequeño "Ministerio del Tiempo", pero no de los grandes asuntos sino de las gentes normales, con sus cuitas que a nadie le parecería nunca que alteraban el devenir de la Historia. El subsecretario don Javier Guzmán nunca les enviaría a 1530 para curarle el resfriado a doña Juanita, la vecina del carnicero, o a ayudar al letrado Peláez a dirimir el asunto de las tierras de los Herrera en 1804, y quién debía quedarse con el huerto del tío Eufrasio.
   Todas, menos una: en esta carta, su autor anónimo (que firmaba sólo como "A.") se refería a cosas algo más elevadas. En términos vagos, afirmaba que "la causa de nuestra desgracia" (del autor o autora y a quien fuera dirigida), estaría pronto "acorralada en un claustro de Lisboa". Que se había asegurado de no faltar a su "fatídico encuentro". Y lo más preocupante, que "aunque ellos buscaran la paz", el autor y su destinatario sólo podían aspirar a "obtener venganza: sangre por sangre". Aquella carta había sido fechada en la capital lusa dos semanas antes de la reunión para la firma del Tratado. No se conservaba el sobre ni señas del destinatario, que hubieran ayudado mucho a saber de quién escribía. Junto a todas las otras cartas de la curiosa colección, sin embargo, aquella había sido encontrada por el anticuario en la propia Cádiz, en diversas subastas: muy probablemente, llevaba en la ciudad desde siempre.
   Lo más desconcertante era que, si el destinatario era español, y había que sospechar entonces de la escasísima delegación de Gaspar de Haro y Guzmán, ¿por qué entonces la carta estaba escrita en portugués? Y si se trataba de lusos con alguna cuenta pendiente con de Haro, ¿a quién escribía en Cádiz? El misterio comenzaba a llamarle la atención, y cuando se centraba en algo no lo abandonaba hasta resolverlo. Así había sido como descubrio el Ministerio dos años atrás...
   Don José Florences guardó la carta, sopló la vela y se tapó con la manta: desde luego, ya no tenía la vitalidad de Diego para aguantar en pie tanto tiempo.

   Lo despertaron de madrugada, cuando apenas llevaba algunas horas en brazos de Morfeo. O eso le parecía: un campanario llamaba tenuemente a maitines. Las 4 y media debían ser, entonces. La vela andaba de nuevo encendida: Diego Rodríguez estaba sentado a su lado, era él quien le habia zarandeado hasta despertarlo.
   - ¿Qué... qué ocurre?
   - Seguís durmiendo a pierna suelta sin echar el trancón -susurró el hijo del Cid-. Cualquiera puede entrar en vuestro cuarto...
   - ¿Para eso me has...?
   - Es ella. Otro sueño.
   Se apartó un poco para que pudiera ver la forma recortada de María, en camisón, el pelo desordenado, su cuerpo juvenil proyectando sugerentes sombras bajo la tela, el rostro empapado en sudor, los labios, temblorosos.
   - La madre del Señor, la virgen se me ha vuelto a aparecer. Son los sirvientes, los tres que nos trajeron el refrigerio: la doncella me habló en catalán, pero todos ellos eran castellanos.
   - Hay muchos españoles en Lisboa, María: Portugal ha sido parte de España durante un par de generaciones, es normal...
   - Esconden algo -insistió ella-. Estoy segura de que esconden algo.
   - Iba a acompañarla de vuelta a su habitación -dijo Diego-, pero me he dado una vuelta por las habitaciones del servicio... y no hay nadie. Ni los tres que dice ella, ni los dos portugueses que estuvieron atendiendo también en la cena. Están vacías.
   - Habrán empezado a trabajar pronto...
   - Tenemos que comprobarlo y vigilar a la vez las habitaciones de todos los firmantes del Tratado. Son muchos, pero están repartidos en dos pasillos. Vestíos, don José. En cuanto a vos, María...
   - Estaré lista en un momento.
   - No hace falta que...
   - Vendré con vosotros. Si alguien resulta herido, sé cómo ayudarle...
   Diego no podía perder más tiempo discutiendo:
   - Está bien -se levantó y apoyó la mano en el pomo de la espada-. Estaré guardando el pasillo: no tardéis.

   La Patrulla se relevó para vigilar los dormitorios de los insignes invitados de San Eloy. El frío sol de febrero les recibió sin que hubiera novedades en la situación, y poco a poco las cámaras fueron despertando. Un almuerzo ligero, unas despedidades esencialmente cordiales, y la tensión se desvaneció en el aire: el Marqués del Carpio y su séquito llegado de 1938 dejaron atrás Lisboa con la sensación de haber hecho lo que debían, pero quizás no todo lo que se esperaba de ellos.
   La mayoría de nobles portugueses se resistían a dejar temprano el lugar: se sentían exultantes, por haber sido artífices de la recuperación de la independencia nacional en lo que consideraban unas condiciones muy beneficiosas. Nuno Alvares estaba especialmente relajado, tras muchos meses de tensiones constantes: casi podía decir que hoy el hombro herido le dolía menos que de costumbre. Conversaba con los da Silva, da Gama y por supuesto con el general de Meneses por los salones, releían el tratado, y recordaban, a ratos, la magnífica sesión de magia que les había ofrecido la noche anterior el conde de Valladolid. La guerra, hoy sí podían decirlo, había acabado, y la habían ganado.
   Sin embargo, si alguno de ellos se hubiera acercado a las cocinas, se hubiera encontrado una situación muy diferente. Allí se habían ido a encontrar cinco personas, y una de ellas estaba muy cerca de sufrir daños graves.
   - Suelta al conde, muchacho -dijo por segunda vez Alonso de Entrerríos, apuntando con la pistola al sirviente que la noche anterior se había retirado traspuesto. Se había apoderado de la cajita de rape lanzaagujas de Florences, y tras hacer una demostración de sus capacidades la apretaba contra la sien de Edward Montagu, que se debatía inutilmente en sus brazos con el rostro encarnado.
   - Aún podemos resolver esto -aportó Julián, sin demasiada esperanza. El chico aún no había cumplido los 30, pero tenía fuego en la mirada. El color que ayer le había abandonado, hoy brillaba en sus mejillas, encendidas de rabia a duras penas contenida.
   - No quieres hacerlo -añadió Amelia. E hizo mal.
   - ¿Querer? ¡Oh, sí! Quiero hacerlo. Quiero hacerle pagar a este malnacido, pero desearía que estuviera mi madre también, para que le pudiera escupir en la cara.
   - Pero si es un conde inglés. Qué tiene... -apeló Julián.
   - Y almirante de la flota inglesa. Os conozco muy bien, señor Montagu, a vos y a ese pirata de Blake. Sus barcos saquearon la flota española de Francisco de Esquivel hace diez años, cuando regresaba de las Indias -la presa del muchacho le apretaba fuertemente el cuello con el brazo, le dificultaba respirar y desde luego le impedía hablar, aunque lo intentaba-. Capturaron un galeón entero, los muy ladrones: dos millones de pesos, que ya se sabe que el inglés, de la plata es la polilla. Pero eso no les bastó, no: además hundieron la "Almiranta de San Francisco Javier". Murieron muchos buenos hombres, 117 iban a bordo y casi 100 de pasaje, y el mejor de todos, ¿sabes, basura apolillada? -le pegó una patada por detrás de las piernas, sin soltarlo-, el mejor de todos era mi padre, Rafael.
   Mientras el chico hablaba, Julián le echó una mirada a Amelia: ella tampoco veía clara la situación. No podían ayudar a Montagu a liberarse sin que el muchacho le hiciera un estropicio. Habían visto a qué velocidad salían las agujas disparadas de aquel trasto: a bocajarro podían atravesarle el cráneo al conde. Lo peor es que la diatriba del ofendido muchacho estaba haciendo mella en Alonso: aquel malnacido inglés era el causante de la muerte de tantos hombres en el mar. ¿Y tenía que pegarle un tiro al muchacho que sólo quería vengar a su padre?
   - ¿Era marino tu padre? -preguntó de repente Alonso.
   - No lo era: Del tercio de arcabuceros, como su abuelo. Pero 33 reales al mes no pagaban su entrega y su arrojo, os lo aseguro.
   - Alonso... -le apremió Julián, pero la mirada le cambió al muchacho. El veterano tuvo una corazonada.
   - ¿Cómo os llamáis?
   - Ya lo sabéis.
   - Que cómo os llamáis.
   - ¡Ya lo sabéis! No os conozco, pero parece que vosotros sí -volvió a centrar la atención en su presa, y apretó aún más si cabe la caja lanzaagujas contra la sien del inglés-. Me llamo como mi abuelo y como mi bisabuelo, magancés. Pues has de saber que es Alonso Entrerríos quien te va a ajusticiar.
(CONTINUARÁ... Y TERMINARÁ)
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Edward Montagu hacia 1666

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