08 julio 2015

Lobos errantes (I)


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DESCONOCIDOS
    
   Sé que mis hermanos no aprobarían este escrito, si lo encontraran. Pero he decidido escribir lo que pasó para el lector más importante del mundo: uno mismo. No deseo olvidar. De hecho, necesito que lo que soy, o más bien lo que fui, siga vivo en mi mente.
   Y no es fácil: mis recuerdos son cada vez más borrosos. Quizá sea por esta especie de borrachera que cada vez me ataca con más frecuencia, a pesar de mis esfuerzos por mantener la lucidez.
   Que nadie se confunda: he abandonado cualquier vicio y ya no tomo alcohol ni drogas; ni siquiera fumo. En un intento de evitar que mi maltrecha mente se desmorone, he adoptado una disciplina casi monacal: he abandonado casi todos los placeres de la vida. Esto es algo que quizá tampoco aprobarían mis hermanos.
   
   ¡Vaya cambio! Hace sólo unos años, mi verano consistía en una sucesión de acampadas, de uno a otro festival de rock. La gente que me rodeaba era, con pocas diferencias, la misma que compartía estudios y pellas conmigo el resto del año, sólo que cambiando el desastroso piso compartido por una aún más caótica tienda de campaña. Sólo teníamos una norma: "La cerveza, que no falte. ¡Ni en invierno ni en verano!"
   En aquella extraña reunión de pseudo boy-scouts vestidos de fiesta, la llegada de una furgoneta con matrícula belga llamó poco la atención. Bueno, algunas miradas se tenía que llevar: entre tanta minitienda, una furgoneta-autocaravana era todo un lujo. Pensé que quizá incluso tuviera una neverita de las de verdad, conectada a la toma de mechero. Además, los vinilos de Steppenwolf que tuneaban la pintura me indicaron que los propietarios compartían mis gustos. Así que me dirigí a curiosear, llevando unas cervezas como ofrenda de paz.
   
   "Born to be wild!" saludé, haciendo el gesto de los cuernos.
   Los belgas rieron, abriendo la puerta entre grandes muestras de júbilo.
   "¡Aleluya! ¡Nos habíamos quedado sin cerveza!" festejó desde el interior (también en inglés) un chico asombrosamente bajito y feo, de sonrisa socarrona. Jocosamente dio la bienvenida a las bebidas, pero no a mí; me despidió tan rápidamente como a un repartidor de pizzas.
   A pesar de mi gusto por el rock duro y mi llamativa vestimenta negra, en el fondo reconozco que soy una pardilla. Estuve a punto de quedarme de patitas en la calle sin atreverme a protestar, pero el otro conductor de la furgoneta intervino en mi favor. Pronto me encontré bebiendo cerveza (¡en una jarra heladita!) en el sofá-litera que ocupaba uno de los lados del vehículo, sentada entre el burlón y una amable chica de aspecto frágil que dijo llamarse Sylvia.
   Mi salvador se unió a nosotros después de levantar las dos literas superiores para hacer sitio. "Me llamo Stefan" se presentó amablemente. Sonrió con picardía al disculparse por las cortinas de encaje: la furgoneta pertenecía a sus padres...
   Reí de buena gana. Stefan era tan agradable como hosco su acompañante, quien resultó llamarse Eric. Mientras hacíamos las presentaciones, contuve las ganas de preguntar a Sylvia qué relación tenía con ellos. No me dieron pistas sobre ese detalle, aunque sí contaron bastantes anécdotas del viaje que llevaban meses realizando por Europa.
   Según ellos, estaban tomándose un año sabático. Sin embargo, el ordenador portátil con un abultado objeto en su puerto USB (internet móvil, como supe después) y los libros de texto nuevecitos me indicaron lo contrario. Estaba claro que estudiaban a distancia.
   
    Aquella semana pasé casi más tiempo con los belgas que entre mis antiguos colegas. Bueno, los que yo me empeñaba en llamar colegas.
   "¿Es que te has olvidado de tu pandilla?" preguntó una tarde Sylvia mientras holgazaneábamos delante de la caravana, a la sombra de un toldo.
   "La verdad es que nunca he sido del todo popular entre mi gente".
   "Ah, no?"
    "Ahora ya no. Lo fui, en otra vida".
    "¿Por qué no me lo cuentas?"
    Me encogí de hombros:
    "No es un cuento interesante, pero venga: érase una vez, hace mucho tiempo, una niña buena y empollona" bromeé. "Tenía muchos amigos y todos se ayudaban mutuamente". 
   "Qué monada. Sólo falta lo de felices para siempre”.
    "Huy, no. Aquello duró poco. No por mi gusto; aquella gente era agradable. Pero mi familia emigró a otra ciudad".
    "¿No te fue bien allí?"
    "Allí eran... menos amistosos" suspiré. Nunca supe la causa; quizá la vida allí era tan fácil que el trabajo duro no se valoraba. O era tan difícil que todo el mundo se había vuelto hostil. “¡O quizá mi adicción al trabajo me había convertido en un muermo!”, admití, haciendo reír a Sylvia. 
    El caso era que ser buena estudiante allí estaba mal visto, lo que me convirtió súbitamente en paria. Así fue cómo tuve que aprender a disimular mis resultados académicos (que para mi desgracia seguían siendo impecables), a beber cerveza como los demás, a repetir sus chistes verdes. No le cogí el gusto a lo que fumaban, pero sí a su música: valoraban tanto como yo el buen rock, el que estaba lleno de duros ensayos, talento y poesía. Gracias al rock y al metal conseguimos entendernos; incluso llegaron a perdonar mis rarezas. Con el tiempo comencé a formar parte de sus fiestas y sus bromas. Casi fui feliz.
   
   Casi. Pero sólo podía ser yo misma con los "lobos", como empecé a llamar en mi mente a los belgas de Steppenwolf. Con ellos sí podía hablar de todo. No necesitaban disimular que eran buenos estudiantes, capaces de disfrutar por igual una juerga o un “bricolaje” de aparatos de laboratorio, que empecé a construir como pasatiempo en un rincón de su furgoneta (Sylvia consiguió que me hicieran sitio, e incluso me ayudó a construirlo). Aquel trío debía estar en los últimos cursos de la Universidad, a pesar de su juventud. Sabían más sobre medicina o tecnología que muchos de mis profesores. Incluso se ganaban la vida realizando trabajos informáticos on-line.
   Parecía buena gente, pensé mientras saboreaba con Sylvia una cerveza fresquita, recién sacada de la nevera. Aquel verano prometía ser memorable.
   No podía imaginar cuánto. Para bien y para mal...

   Se me emborronan los recuerdos, pero no es porque hayan pasado años. Es por el horror, la furia, la culpa. He intentado olvidar, pero ahora que lo estoy consiguiendo, no soporto el vacío que ha quedado a cambio. Debo admitirlo: al fin es hora de recordar....

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