10 julio 2015

Lobos errantes (II)

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FIEBRE
 
   Hay detalles que pasan desapercibidos fácilmente. Pequeños indicios que no parecen importantes. O que se ocultan deliberadamente… y precisamente por eso, pueden ser cruciales. Pero me temo que nunca he sido un lince para distinguir esas cosas. Debí haber prestado más atención a los detalles. 

   No parecía intencionado, pero... mis nuevos amigos nunca se quedaban a solas con nadie. Siempre iban de dos en dos a todas partes, o incluso los tres juntos. Debería haberme extrañado que una pareja viajase por el mundo acompañada por un "tercero en discordia", en lugar de disfrutar sus hormonas en la intimidad. Pero en fin, sólo pensé que si Stefan no era la pareja de Sylvia (ni de Eric), mejor para mí: me empezaban a entrar ganas de hincarle el diente a aquel chico.

   Y si Stefan era agradable, más aún lo era Sylvia. Parecía demasiado tímida para acercarse a la gente, pero era tan dulce que no lo quise permitir. La tomé bajo mi protección y la arrastré hacia mis colegas de estudios, con los que pronto llegó a compartir canciones y bebidas de muy buena gana. Sobre todo con Andrés, uno de mis pocos amigos de verdad; el bueno de Andrés, que al lado de Sylvia por fin pareció perder parte de su timidez. No tardaron en convertirse en algo más que amigos.

   Eric, en cambio, me inquietaba. Como si hubiese algo peligroso en su sonrisa socarrona. O como si su evidente inteligencia fuese capaz de adivinar los pensamientos de cualquiera. Era una sensación similar a la que impulsa, incluso a la persona más inocente del mundo, a hacer un rápido examen de conciencia al pasar junto a un policía. Me hacía sentir cautelosa, como si estuviese siempre a punto de pillarme en falta.

   Pero los problemas comenzaron con Stefan. Cuando conseguí mi soñado momento a solas con él, al salir del último concierto de la noche, algo salió mal. Terriblemente mal.

   Ahora admito que habíamos bebido demasiado. Y que la noche, la luna llena o los cigarritos de la risa pueden propiciar los deslices mentales. Pero nunca pude suponer que reaccionaría así. Que un chico tan agradable y dulce pudiese convertirse en...
   Bueno, al principio intentó comportarse cortésmente. De hecho, en el concierto me costó bastante convencerlo para beber y hacer el tonto. Su timidez hizo que me pareciese más deseable: me encantan los chicos que se resisten. Fue un auténtico placer descubrir que yo era la primera persona que había intentado entreabrir su ropa, y que además la idea le gustaba. Pero algo cambió, sutilmente, poco a poco…
   Cuando salimos del recinto su mirada enturbiada (por el alcohol, o eso creí), comenzó a adquirir un brillo febril. Como si en sus ojos brillase el deseo; ojalá hubiese sido sólo eso. La escasa luz y mi propia borrachera me impidieron ver a tiempo la verdad. No era sólo timidez: Stefan tenía otra razón para rechazar aquella escapadita a solas.

   Sin previo aviso, Stefan rugió. Sí, como una fiera, como un perro de presa, y de los grandes. Su mirada se volvió horriblemente enajenada. He de agradecer el instinto primitivo de aversión que me impulsó, como un resorte, a alejarme de un salto. Aquel ser demente que había sido Stefan se me echó encima con sorprendente agilidad, pero su manotazo apenas llegó a rasgar el borde de mi chaqueta. Eché a correr como alma que lleva el diablo, comprendiendo con asombro que aquel chico estaba fuera de sí. Como un loco, como una fiera, como un enfermo. Grité su nombre, pero eso no lo detuvo. Aproveché una rama caída para golpearlo al azar, pero eso sólo sirvió para retrasarme. Stefan me alcanzó, y esta vez mi ropa no cedió; caí de bruces. 

   Habíamos salido del recinto del concierto; el descampado circundante estaba salpicado de botellas rotas, y tomé una de ellas para describir un arco entre él y yo. Retrocedió ágilmente, pero el vidrio llegó a arañarle la ropa y la piel del pecho, aquella piel que yo habría preferido acariciar. Sus ojos desorbitados estaban enmarcados por las rojas e inconfundibles ojeras de una fiebre altísima. Me defendí a botellazos, gritando su nombre para intentar hacerlo reaccionar. Ni siquiera las heridas lo acobardaban: sin esquivar mis golpes, se lanzó hacia mi yugular y tuve que interponer mi brazo en el camino de sus colmillos. El dolor de la dentellada en mi muñeca fue feroz, especialmente cuando sacudió su presa con furia.
   Grité otra vez su nombre: 
    "¿Stefan? ¡¡No!!"
    Entonces un bulto cruzó fugazmente ante mis ojos… y Stefan ya no estaba allí. Se debatía un metro más allá, debajo de algo o alguien más pequeño, pero más fuerte. Con estupor distinguí a Eric, sujetando a su enloquecido amigo con una llave experta. Eric resistió las sacudidas durante interminables segundos, hasta que me di cuenta de que estaba pronunciando mi nombre como si fuese una orden. Me moví al fin, comprendiendo que durante unos instantes me había vuelto tan incapaz de reaccionar como Stefan.
   "¡En mi mochila! ¡Quita el tapón de la jeringa!"
   A pesar de las sacudidas, me las arreglé para abrir la mochila que Eric llevaba puesta y buscar cualquier cosa parecida a lo que me pedía. Acerté al segundo intento. Quité el tapón y acerqué la mano temblorosa al cuello de Stefan.
   "¡No!" dijo Eric. "¡Apunta hacia arriba y presiona hasta que salga una gota! Que no quede aire en la jeringa, o lo matarás".
   Obedecí. Inmediatamente, Eric me arrancó la jeringa de un manotazo. Sujetando aún a Stefan con el otro brazo y las piernas, consiguió inyectar a su amigo el calmante. La mirada de Stefan perdió su furia y quedó terriblemente vacía. Pronto pareció... no dormido, sino enfermo y demacrado.
   "Pero ¿qué...?" 
    No acerté a decir nada más. Y durante un minuto, Eric tampoco.
    "Es peligroso quedarse a solas con él" explicó al fin. "Y no debe beber. Se lo he advertido miles de veces, pero hoy no me ha hecho caso. La fiebre puede subirle en minutos, y con una encefalitis crónica como la suya, lo mínimo que puede pasar es que se desmaye. Y si hay mala suerte, como hoy, tiene alucinaciones. A saber qué habrá visto, para defenderse de ti de esa manera".
   "¿Encefalitis...?"
   "Entiendes esa palabra, ¿no? ¿O prefieres creer en hombres lobo y posesiones infernales, como los ignorantes de la Edad Media?"
   La ofensiva frase me hizo reaccionar como una bofetada. Comencé a comprender. Estaba enfermo. Y yo lo había golpeado...
   "Hay que llevarlo a un hospital" decidí. "Para bajarle la fiebre y para... para evitar que haga daño a  nad..."
   "Yo me ocuparé de el. Se pondrá bien" me cortó Eric. "Pero no te quedes a solas con él nunca más. Y no dejes que beba".
   Eric me obligó a jurar que no se lo contaría a nadie. Después se marchó hacia su caravana con Stefan cargado a hombros. No me permitió acompañarlo.

 
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