- Sigo pensando -incidió Amelia- que el dilema del siciliano no tiene ningún valor lógico. Es una mera cuestión de azar.
- ¿De qué hablaban? -se interesó el subsecretario.
Julián carraspeó.
- La... ehem, "La Princesa Prometida". Les estaba poniendo al día, culturalmente, y... uh, la vimos en la biblioteca. La tienen ustedes aquí -se escudó el enfermero.
- Un hombre de honor, ese Íñigo Montoya -declaró escuétamente Alonso de Entrerríos.
- Seguro. Les he llamado para encargarles su siguiente misión. Valencia, 1885.
La señorita Folch creyó palidecer al escuchar la fecha, pero intentó que no se le notara.
La señorita Folch creyó palidecer al escuchar la fecha, pero intentó que no se le notara.
- Eso son cinco años después del mío -afirmó con interés Amelia.
- El investigador Jaume Ferran ha desarrollado un tratamiento revolucionario contra la enfermedad azul...
- El cólera -puso mala cara Julián al recordar el "apodo" que le daban a aquel mal sus compañeros que habían estado en África.
- En efecto -concedió el subsecretario, poco acostumbrado a que Julián acertara las referencias más oscuras que a veces lanzaba-. Sabemos que Ferran encontró bastantes reticencias para inocular a la población, pero por lo que nos ha dicho nuestro hombre en el Ayuntamiento de Valencia, Alcira se niega en redondo a probar el remedio. Irá usted en solitario, señorita Folch, para conseguir que las pruebas sigan adelante: como ha dicho usted, es su época y debería desenvolverse perfectamente.
- El cólera -puso mala cara Julián al recordar el "apodo" que le daban a aquel mal sus compañeros que habían estado en África.
- En efecto -concedió el subsecretario, poco acostumbrado a que Julián acertara las referencias más oscuras que a veces lanzaba-. Sabemos que Ferran encontró bastantes reticencias para inocular a la población, pero por lo que nos ha dicho nuestro hombre en el Ayuntamiento de Valencia, Alcira se niega en redondo a probar el remedio. Irá usted en solitario, señorita Folch, para conseguir que las pruebas sigan adelante: como ha dicho usted, es su época y debería desenvolverse perfectamente.
- ¿Es una enfermedad grave, esa "cólera"? -inquirió Alonso.
- Cierto, usted no la conoce: no llegó a Europa hasta 1827. Muy grave: a finales del XIX hubo unos cuantes brotes virulentos en este país. Diarreas, fiebres... con el tiempo, la muerte. El trabajo del Doctor Ferran fue clave para poder erradicar la enfermedad, no sólo en España. Miles de personas que se salvaron podrían morir a causa de esta reticencia, y eso sería catastrófico para los años que seguirían. Cuando ingresaron en el Ministerio todos ustedes fueron tratados para que no puedan contagiar a nadie de las posibles enfermedades que lleven desde el siglo XXI a los anteriores, y viceversa. Están ustedes protegidos.
- Pero ella sola... -dudó Alonso.
- Es necesario: a ustedes dos les necesito en otra parte... y en otro momento. León, 1476: ya han cumplido suficientes misiones como para poder afrontar una de reclutamiento.
- ¿Y a quién tenemos que reclutar en 1476? -preguntó Julián-. Eso es antes que se fundara el Ministerio.
- Correcto, y por eso nuestra infraestructura allí es más delicada. Deben tratar de reclutar al Caballero Oliveros, una personalidad incomparable que puede ser un gran agente para nosotros. El Ministerio de 1750 ya intentó aproximarse a Oliveros, pero aquello salió mal, nuestros agentes fueron descubiertos por las tropas en conflicto y hubo que clausurar la Puerta. Hasta ahora no hemos vuelto a tener otra en posición, y el tiempo para utilizarla se nos acaba.
- ¿Por qué?
- 1476 es cuando la leyenda dice que el Caballero Oliveros murió, a manos de una panda de bandidos, tras volver de la guerra con la comendación del rey y varias prebendas para su pueblo. Pero no es una fuente fiable al 100%: si conseguimos convencer a Oliveros de que se una al Ministerio podríamos usar su supuesta muerte como la perfecta vía de escape para que pase a engrosar nuestras filas. En los dossieres tienen toda la información para sus respectivas misiones, las puertas de acceso y los contactos al otro lado. Señores, señorita: buena suerte.
Amelia y Julián salieron del despacho pensativos, hojeando las carpetas con la información, los datos y los mapas de situación. Era la primera vez que los separaban en misiones distintas, y no las tenían todas consigo. Bueno, en realidad, como siempre.
- Estaré bien -dijo Amelia, pensando ya en cómo iba a afrontar la tarea de convencer a un pueblo de que se dejara inocular.
- Estaré bien -dijo Amelia, pensando ya en cómo iba a afrontar la tarea de convencer a un pueblo de que se dejara inocular.
- Algo he oído decir de ese Caballero Oliveros, en mi tiempo -dijo con orgullo Alonso-. Se le sigue mentando como un ejemplo de nobleza y valor. Será un gran triunfo si lo unimos a nuestra causa.
Julián leyó algo que le hizo aflorar una sonrisa divertida en los labios. ¡Qué gracioso el subsecretario!:
- No sé yo si te vas a llevar muy bien con él.
- ¿Y por qué no?
- Porque el tal Caballero Oliveros en realidad se llama Juana.
* * * * * * * * * *
Por una vez, Amelia Folch pensaba que no tendría que cambiarse de ropa, pero le volvió a tocar vestirse de monja, algo que no le gustaba especialmente. Emergió en un despacho pequeño, donde la esperaba un hombre menudo con bigote pequeño y recurvado.
- ¿Señorita Folch? Soy Vicenç Soler, agregado del Ministerio y vicesecretario del alcalde de Valencia, don Josep Maria Ruiz de Lihory. Él no está al tanto del Ministerio, como tampoco el Doctor Ferran. A todos los efectos usted será una enviada de las Franciscanas con experiencia en misiones en África. Esperemos que con Dios de nuestra parte los alcireños se dejen vacunar, porque si no lo vamos a pasar mal...
- ¿Hay muchos casos?
- Es una epidemia, señorita -Soler parecía realmente acongojado y se aflojaba a menudo el nudo del corbatín, como si sintiera una aprensión natural por el aire mismo que le rodeaba, como si el cólera fuera contagiable por el mero hecho de pensar en él-. Le presentaré al Doctor.
Salieron por otra puerta y atravesaron un largo y tortuoso pasillo hasta llegar a una salita que recorría una y otra vez de parte a parte un hombre de unos 35 años, que más que esperar, desesperaba. Lucía barba y bigote, como era costumbre, y una incipiente calvicie que llegaba demasiado pronto. Sujetaba con fuerza el asa de un abombado maletín de médico. Cuando prestaba atención a algo, entornaba la mirada, y así es como recibió a Amelia.
- ¿Y usted quién es?
Vicenç Soler estuvo a punto de hacer las presentaciones, pero ella se le adelantó.
- Doctor Ferran, está es...
- Hermana Folch, un placer. Leí su Memoria sobre el parasitismo bacteriano del año pasado, me parece que es usted la autoridad que la situación requiere.
La expresión del Doctor cambió, sorprendido por la reacción de la joven monja. Amelia suponía lo que pasaba por su cabeza: un hombre de ciencia al que obligaban a viajar con una religiosa y que ya había empezado a temer que le reprocharía su acercamiento racional a los males del diablo. En favor del científico hay que decir que se rehizo pronto, y le respondió con una breve inclinación.
- Esto que pasa ahora en Valencia ha pasado antes en Europa, y en la India es un mal endémico.Yo lo vi en Marsella, hace un año, y allí el cólera fue devastador. Coincido con Herr Koch que el transmisor de la enfermedad es una bacteria, y creo que he aislado el bacilo y reducido su fortaleza -palmeó el maletín-. Si lo inyectamos a personas sanas las inmunizaremos, no podrán enfermar de verdad.
A la propia Amelia le había parecido imposible aquello cuando les pusieron las... ¿vacunas? en el Ministerio. Pero parecía que funcionaba correctamente. El Doctor Ferran era un pionero en aquella técnica, y si conseguía su propósito iba a salvar a decenas, y tras ellos cientos y miles de personas.
- Confío plenamente en usted, Doctor -dijo con una firmeza rayana a la devoción-. En África hemos visto casos de niños, mujeres y ancianos que se consumen.
- ¿Qué enfermedades han tratado en su misión, concretamente?
Detectando que era el momento para ello, Vicenç Soler intervino:
- ¿Quieren hablar con el alcalde?
- No será de ninguna utilidad. Sólo perderíamos el tiempo con el intercambio de telegramas.
- ¿Entonces?
- Vayamos directamente a Alcira: es la población ideal para empezar a probar la vacuna. Cuando lleguemos allí ya convenceremos a la gente o a las autoridades directamente.
Sin estar muy seguro de lo que hacía, Soler les condujo por el laberinto de pasillos hasta la entrada principal del Ayuntamiento. Ante la puerta esperaban dos diligencias y el funcionario se fue a hablar con el conductor de la primera. Desde las escaleras, Amelia y Ferran no alcanzaban a escuchar lo que se decían, pero sí vieron que Soler gesticulaba cada vez más, y se iba enrojeciendo conforme la discusión avanzaba. Finalmente, regresó con ellos, resoplando:
- Podrán llegar hasta Alcira. Ésta se dirigía a Barcelona pero la he requisado. Como están las cosas, sin permiso no podría salir, igualmente. Aún -dudó- aún está ocupada. Un caballero llegado desde Madrid, alguna clase de diplomático por lo que he podido inquirir -la realidad de lo que acababa de hacer se iba abriendo paso progresivamente en su panorama personal, y otra vez empezó a sentir aquella opresión que le forzaba a aflojarse el cuello-. Tengan, el salvoconducto -Amelia se adelantó a recogerlo pero se detuvo y cambió el gesto para ofrecerselo al Doctor-. Sin esto no les dejarían circular y les harían darse la vuelta en el primer control. Tengan suerte.
Subieron a la diligencia, y partieron enseguida hacia el sur. El distinguido caballero que llevaba como único pasajero original (chaqué, levita, sombrero de copa... no le faltaba detalle) llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, mostrando su enfado por semejante atropello, y tardó un poco en abrir boca. Aproximadamente hasta que se dio cuenta del maletín que llevaba el Doctor.
- ¿Médico? -preguntó entonces-. De alguien afortunado, si le envían a un galeno y a una novicia desde el mismísimo ayuntamiento. Suerte tienen algunos de estar tan bien situados.
- Mi deber no es curar sólo a uno, señor mío, sino a muchos. Si se dejan.
- ¿No quieren curarse?
- No saben que quieren. Doctor Jaume Ferran y Clua.
- Enrique Gaspar y Rimbau, he sido cónsul en China, pero ya me he cansado de aquellos pagos -los dos prohombres se dieron la mano con firmeza-. ¡Cochero! Vaya tan rápido como pueda: aquí hay uno de los pocos que piensa en los muchos.
Al pasar el puente, se cruzaron con un tranvía tirado por caballos. A Amelia le molestaba que no le prestaran ninguna atención, pero si aquellos dos se llevaban bien, el viaje sería más fácil. Su mirada se perdió un instante hacia el Norte, en la dirección que estaba Barcelona, y donde ella, en aquel 1885...
En el pescante de la diligencia, el cochero mascullaba algo en latín. No estaba nada contento con el giro que estaba tomando aquello, y lo que prometía ser un golpe fácil, de repente se complicaba con un médico y una sacerdotisa. Iba a necesitar refuerzos, para asegurar la cuestión. Se retorció con nerviosismo el anillo que llevaba en la mano derecha, donde una torre verde rodeada de nubes se recortaba contra un cielo rojo.
- ¿Señorita Folch? Soy Vicenç Soler, agregado del Ministerio y vicesecretario del alcalde de Valencia, don Josep Maria Ruiz de Lihory. Él no está al tanto del Ministerio, como tampoco el Doctor Ferran. A todos los efectos usted será una enviada de las Franciscanas con experiencia en misiones en África. Esperemos que con Dios de nuestra parte los alcireños se dejen vacunar, porque si no lo vamos a pasar mal...
- ¿Hay muchos casos?
- Es una epidemia, señorita -Soler parecía realmente acongojado y se aflojaba a menudo el nudo del corbatín, como si sintiera una aprensión natural por el aire mismo que le rodeaba, como si el cólera fuera contagiable por el mero hecho de pensar en él-. Le presentaré al Doctor.
Salieron por otra puerta y atravesaron un largo y tortuoso pasillo hasta llegar a una salita que recorría una y otra vez de parte a parte un hombre de unos 35 años, que más que esperar, desesperaba. Lucía barba y bigote, como era costumbre, y una incipiente calvicie que llegaba demasiado pronto. Sujetaba con fuerza el asa de un abombado maletín de médico. Cuando prestaba atención a algo, entornaba la mirada, y así es como recibió a Amelia.
- ¿Y usted quién es?
Vicenç Soler estuvo a punto de hacer las presentaciones, pero ella se le adelantó.
- Doctor Ferran, está es...
- Hermana Folch, un placer. Leí su Memoria sobre el parasitismo bacteriano del año pasado, me parece que es usted la autoridad que la situación requiere.
La expresión del Doctor cambió, sorprendido por la reacción de la joven monja. Amelia suponía lo que pasaba por su cabeza: un hombre de ciencia al que obligaban a viajar con una religiosa y que ya había empezado a temer que le reprocharía su acercamiento racional a los males del diablo. En favor del científico hay que decir que se rehizo pronto, y le respondió con una breve inclinación.
- Esto que pasa ahora en Valencia ha pasado antes en Europa, y en la India es un mal endémico.Yo lo vi en Marsella, hace un año, y allí el cólera fue devastador. Coincido con Herr Koch que el transmisor de la enfermedad es una bacteria, y creo que he aislado el bacilo y reducido su fortaleza -palmeó el maletín-. Si lo inyectamos a personas sanas las inmunizaremos, no podrán enfermar de verdad.
A la propia Amelia le había parecido imposible aquello cuando les pusieron las... ¿vacunas? en el Ministerio. Pero parecía que funcionaba correctamente. El Doctor Ferran era un pionero en aquella técnica, y si conseguía su propósito iba a salvar a decenas, y tras ellos cientos y miles de personas.
- Confío plenamente en usted, Doctor -dijo con una firmeza rayana a la devoción-. En África hemos visto casos de niños, mujeres y ancianos que se consumen.
- ¿Qué enfermedades han tratado en su misión, concretamente?
Detectando que era el momento para ello, Vicenç Soler intervino:
- ¿Quieren hablar con el alcalde?
- No será de ninguna utilidad. Sólo perderíamos el tiempo con el intercambio de telegramas.
- ¿Entonces?
- Vayamos directamente a Alcira: es la población ideal para empezar a probar la vacuna. Cuando lleguemos allí ya convenceremos a la gente o a las autoridades directamente.
Sin estar muy seguro de lo que hacía, Soler les condujo por el laberinto de pasillos hasta la entrada principal del Ayuntamiento. Ante la puerta esperaban dos diligencias y el funcionario se fue a hablar con el conductor de la primera. Desde las escaleras, Amelia y Ferran no alcanzaban a escuchar lo que se decían, pero sí vieron que Soler gesticulaba cada vez más, y se iba enrojeciendo conforme la discusión avanzaba. Finalmente, regresó con ellos, resoplando:
- Podrán llegar hasta Alcira. Ésta se dirigía a Barcelona pero la he requisado. Como están las cosas, sin permiso no podría salir, igualmente. Aún -dudó- aún está ocupada. Un caballero llegado desde Madrid, alguna clase de diplomático por lo que he podido inquirir -la realidad de lo que acababa de hacer se iba abriendo paso progresivamente en su panorama personal, y otra vez empezó a sentir aquella opresión que le forzaba a aflojarse el cuello-. Tengan, el salvoconducto -Amelia se adelantó a recogerlo pero se detuvo y cambió el gesto para ofrecerselo al Doctor-. Sin esto no les dejarían circular y les harían darse la vuelta en el primer control. Tengan suerte.
Subieron a la diligencia, y partieron enseguida hacia el sur. El distinguido caballero que llevaba como único pasajero original (chaqué, levita, sombrero de copa... no le faltaba detalle) llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, mostrando su enfado por semejante atropello, y tardó un poco en abrir boca. Aproximadamente hasta que se dio cuenta del maletín que llevaba el Doctor.
- ¿Médico? -preguntó entonces-. De alguien afortunado, si le envían a un galeno y a una novicia desde el mismísimo ayuntamiento. Suerte tienen algunos de estar tan bien situados.
- Mi deber no es curar sólo a uno, señor mío, sino a muchos. Si se dejan.
- ¿No quieren curarse?
- No saben que quieren. Doctor Jaume Ferran y Clua.
- Enrique Gaspar y Rimbau, he sido cónsul en China, pero ya me he cansado de aquellos pagos -los dos prohombres se dieron la mano con firmeza-. ¡Cochero! Vaya tan rápido como pueda: aquí hay uno de los pocos que piensa en los muchos.
Al pasar el puente, se cruzaron con un tranvía tirado por caballos. A Amelia le molestaba que no le prestaran ninguna atención, pero si aquellos dos se llevaban bien, el viaje sería más fácil. Su mirada se perdió un instante hacia el Norte, en la dirección que estaba Barcelona, y donde ella, en aquel 1885...
En el pescante de la diligencia, el cochero mascullaba algo en latín. No estaba nada contento con el giro que estaba tomando aquello, y lo que prometía ser un golpe fácil, de repente se complicaba con un médico y una sacerdotisa. Iba a necesitar refuerzos, para asegurar la cuestión. Se retorció con nerviosismo el anillo que llevaba en la mano derecha, donde una torre verde rodeada de nubes se recortaba contra un cielo rojo.
9 comentarios:
Empieza muy bien.
Muy buen comienzo pero un pequeño detalle sin importancia que sin embargo me ha sacado totalmente del relato por un momento: la "hermana Folch"
Las monjas nunca se refieren a si mismas por el apellido. De hecho es como si renunciarán a el (están "casadas" con Dios y Dios no tiene apellido por tanto no pueden ser "señoras de..." que era a lo que la mujer antiguamente por desgracia tenía que aspirar) así que una monja se referirá siempre a si misma por su nombre (que tampoco tiene que ser el suyo pues muchas al entrar en la orden renunciaban a su vida anterior, nombre incluido) así que la Hermana Folch sería más correctamente o bien Sor Amelia o bien la hermana Amelia de la orden Franciscana. Es una bobada pero "el más mínimo detalle puede ser crucial cuando de intervenir en el curso del tiempo se trata "
Tienes toda la razón, Miguel Ángel. Mi intención es que ahí Amelia cometía un cierto pecado de orgullo, y no consigue dejar de intentar reafirmar su independencia ni haciéndose pasar por monja (un rol con el que no está nada cómoda).
Ya me enganchaste con los dos relatos breves pero este promete mucho. Ese inicio con La princesa prometida ¡no tiene precio!
a ver si ahora el móvil no me borra-reedita y loquesea que hiciera anoche... bien, si era intencionado no solo me vale si no que además me pega con Amelia. Tampoco tendría que tener mayor importancia, si el interlocutor no está muy familiarizado con las normas de la iglesia siempre puede pensar que las monjas son como los militares y lo mismo que uno puede ser el "sargento Ruiz" otra puede ser la "Hermana Folch" de todos modos magistral. deseando ver como sigue.
Un pequeño comentario sobre el asunto del apellido de las monjas: es posible que dependa de la orden religiosa. Yo estudié en un colegio de monjas, y allí se las conocía por el apellido: la madre Diéguez, la madre Pascual...
Me has enganchado completamente. Me parece muy ágil, muy visual. Quiero decir, estoy leyendo con la facilidad e quien ve un episodio. Para cuando la continuación?
Me has enganchado completamente. Me parece muy ágil, muy visual. Quiero decir, estoy leyendo con la facilidad e quien ve un episodio. Para cuando la continuación?
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