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A Enrique Gaspar y Rimbau le fascinaba cómo había cambiado Barcelona en 70 años. Siguiendo el plan de Ildefonso Cerdá que ya estaba en marcha en su tiempo (1885), la ciudad se había expandido en todas direcciones, abandonado la constricción de las murallas, hasta unirse con las poblaciones que tenía a su alrededor: las villas de Sants, Les Corts, San Gervasio o San Martín ahora estaban integradas (con mayor o menor fortuna) en la capital. Ciertamente, ahora los bloques tenían ahora un aire más homogéneo, pero a la vez habían proliferado los edificios singulares en el Ensanche, pagados con el dinero de los indianos y otros avispados inversores. Había coches por todas partes, tendido eléctrico y telefónico en todas las casas. En el puerto habían erigido una estatua en homenaje a Cristóbal Colón sobre una alta columna por cuyo interior se podía ascender gracias a un ingenioso mecanismo; descubrió que no debería esperar demasiado en su tiempo de origen, apenas un par de años, para ver cómo la construían. Y lo que en su tiempo era un proyecto de basílica que había empezado a
levantar Francisco de Paula y que luego había pasado a manos del joven
arquitecto Antonio Gaudí, seguía en construcción, y ahora tenía un
aspecto entre fantasmagórico, cavernoso y colosal .
Pero sobre todo, la gente tenía más prisa.
- Hubo una guerra en los años 30 de este siglo -le había explicado Amelia-, una guerra civil. Hubo muertos, miedo, pero sobre todo mucha hambre y miseria. Aún ahora todos se están recuperando; intentan que no se les note.
- Intentan mantener su dignidad -opinó Alonso-. Guerras ha habido siempre.
- Eso en España nunca nos ha faltado -coincidió don Enrique.
- Pero lo justo -siguió Entrerríos- es hacerla contra otros países, y que se maten los soldados, que para eso estamos. Hacer la guerra contra tu propio país y cañonear a tus propios ciudadanos... -se notaba que el bravo veterano de los Tercios tenía un conflicto interno. Quería, en el fondo, tener un dibujo más claro de quienes éramos "nosotros" y quienes "ellos", pero aquella guerra entre españoles le superaba, y le entristecía.
De lo que no había duda, y en cierta manera se veía por todas partes si se sabía mirar, es que había habido vencedores y vencidos. A alguno le habría tocado por tomar partido por un bando u otro, a alguno por la familia en la que había nacido o incluso por la envidia de sus vecinos. Hombres y mujeres que vivían en casas grandes y hermosas, y otros que se hacinaban en minúsculas viviendas apartadas en las calles más estrechas y sombrías; "como siempre, en el fondo", pensaba Don Enrique, "pero más".
Buscaban a un asesino del que no sabían nada, pero habían empezado a conocer un poco a sus víctimas; no podían evitar sus muertes, pero sí intentar adivinar algo de los motivos del homicida y prepararse mejor para su captura. Habían subido al 37, el tranvía que conducía Ramón Olide desde la Plaza Urquinaona hacia Horta, y visitado la biblioteca en la que trabajaba Jaime Serra.
Olide era un tipo ancho de espaldas y bajo de estatura, de cabello escaso, bigotito típico entre los hombres de esta época y siempre sudoroso. Andaba pendiente de hablar de fútbol con cualquiera que quisiera darle conversación: alineaciones, jugadas, traiciones arbitrales, futuros encuentros, pasados encuentros, incluso la conveniencia de unas butacas del Campo de Les Corts frente a otras.
- ¿Fútbol? -preguntó una de las veces don Enrique.
- 22 hombres persiguiendo una pelota -explico Alonso encogiéndose de hombros-. Yo tampoco entiendo por qué les apasiona.
El tranvía de Ramon Olide iba atestado, pero Entrerríos permanecía alerta en busca de sospechosos: quizás el asesino había seguido a sus víctimas durante días, igual que ellos, para conocer sus costumbres y sus horarios. Podía ser cualquiera de los que les rodeaban. En consecuencia, Alonso iba con el ceño fruncido y sospechaba de casi todo el mundo.
Serra, por su parte, era un joven atildado, sólo un poco mayor que Amelia, que servía en la Biblioteca del Ateneo Barcelonés. Había hecho buenas migas con Folch, que lo había convencido por accidente de que ella también era bibliotecaria. Le apasionaba la literatura iberoamericana, particularmente la poesía popular mexicana, y estuvieron un buen rato conversando en voz baja sobre ella, alabando sus virtudes y recomendándole títulos.
- Me maravilla cómo puedes encontrar un libro entre tantos, sólo con esos números y letras sueltos -le dijo luego Alonso.
Ella respondió con una leve sonrisa, pero tampoco acababa de entender porqué se le daba tan bien el sistema de organización bibliotecario, un sistema que no existía aún en su época y que no había estudiado nunca en el Ministerio...
¿Qué tenían en común ambas futuras víctimas?
- Aparentemente nada en absoluto -concluyó don Enrique mientras merendaban en una terraza de la Plaza Cataluña: sí, el palacio en el que se encontraba el Ateneo distaba apenas dos minutos de la plaza donde tenía su origen el 37, pero Olide vivía en Sants y Serra en el Clot, se llevaban unos 20 años y sus rutinas diarias no parecían tener puntos de contacto.
- ¡El fútbol! -aventuró Alonso.
- Parece que a Jaime no le atrae, desde luego no tanto como a Ramón. Dice que ni siquiera ha pisado nunca el campo del "Barça", y aquí eso parece que quiere decir que el fútbol no te interesa nada de nada.
- Quizás ese asesino los escogió al azar -dijo don Enrique mientras simulaba atarse los cordones de un zapato.
- Puede ser -replicó Amelia, retocando con fingida coquetería el pequeño sombrero con el que le habían rematado el peinado-. Pero incluso así, ¿por qué vino aquí desde Gandesa? ¿Y qué une a estas dos víctimas con la primera?
Todavía menos. Esa era la única respuesta que les pasaba por la cabeza en aquellos momentos.
- Quizás hoy lo sabremos -incidió Alonso, con un susurro casi patibulario y sin dejar de lanzar miradas a su alrededor-. Esta noche matarán a Ramón Olide.
- Y ése es otro detalle. ¿Dónde morirá?
Según la documentación del Ministerio, el cadáver de Ramón Olide había sido encontrado en la mañana del 1 de junio de 1956, flotando en el Puerto de Barcelona. No mostraba signos de violencia, y era probable que hubiese muerto ahogado. Pero el Ministerio sabía que podían haberse ocultado datos y que Ramón Olide no debía haber muerto según la cronología oficial, por lo tanto alguna cadena de acontecimientos inesperada (e intrusiva) debía haberle llevado hasta allí.
Empezaron a seguir a Olide desde que acabó su turno como conductor del 37. Se fue a casa, y salió vestido con un traje que podía considerarse ligeramente elegante, e incluso se perfumó, con una colonia chillona y barata.
- Quizás va a ver a la mujer a la que corteja -opinaba Alonso.
Para su sorpresa, cogió otro tranvía que le llevó de vuelta al centro de la ciudad. Una vez en la Plaza Cataluña, ya de noche, empezó a bajar en dirección al puerto por la Rambla.
- Pues de momento -declaró Rimbau-, creo que el caballero va directo a su cita con el destino, y por su propio pie.
Pero a medio camino del puerto, el conductor del tranvía cruzó hacia la derecha y empezó a adentrarse por unas calles poco recomendables, donde se mezclaban el olor a humanidad, comida, alcohol y, sobre todo, orina.
- Deberíais volver a la pensión -dijo Alonso a Amelia.
- Hemos estado en sitios peores -lo tranquilizó esta. Pero la verdad es que, a medida que iban siguiendo el camino que les marcaba Olide, el entorno se iba volviendo más canalla. Las tabernas reemplazaban a los bares, los hombres (de nacionalidades diversas) vestían con mucha menos etiqueta, y mujeres que trataban de borrar el paso de los años a base de quilos de pintura, oteaban desde ventanas o desde las mismas puertas, dedicando saludos libidinosos a Alonso y a don Enrique, y miradas de odio asesino a Amelia.
Precisamente en una de esas casas de mala nota se metió Olide.
- Corrijo, debería acompañaros de vuelta a la pensión -insistió Alonso.
Amelia no lo tenía ahora ya tan claro, pero ella también insistió:
Amelia no lo tenía ahora ya tan claro, pero ella también insistió:
- Mi lugar está aquí. Tenemos una misión.
- No se trata de eso -atajó don Enrique, mirando furtivamente a Entrerríos-. Este sitio no es demasiado recomendable.
- Ninguno de éstos lo es.
- Con todos mis respetos, Amelia -carraspeó Alonso, para continuar en voz baja-. Puedo no estar precisamente en mi entorno. Pero aunque hayan pasado siglos, sé reconocer un lupanar cuando lo veo. Poneos como queráis, pero no os van a dejar entrar, y yo no os voy a dejar aquí sola.
Amelia se sonrojó. Don Enric salió en su apoyo señalando con su bastón en la dirección por la que habían venido.
- Vayamos hasta el Liceo, tengo curiosidad por saber qué óperas están en cartel -y añadió-. Así no andaremos demasiado lejos si Alonso necesita ayuda.
La líder de la patrulla necesitó unos segundos para pensárselo. No la intimidaba el lugar, pero era cierto que no la dejarían entrar en un prostíbulo sin una muy buena razón, o incluso con ella. Y probablemente el asesino estaba dentro o a punto de llegar: dejar a Alonso solo, por absoluta que fuera su confianza en sus capacidades, la angustiaba.
- Está bien -admitió Amelia, notando que demasiadas miradas de la sombría calle se empezaban a plantar en ellos-. Ten cuidado -fue cuanto dijo-, y si pasa cualquier cosa recuerda que no tenemos que salvarlo, sólo identificar al autor.
- Lo sé -respondió Alonso entrechocando los talones-, cuidaos los dos.
Y sin más, llamó a la puerta. Se abrió silenciosamente y Entrerríos se introdujo en aquel antro lleno de humo donde los hombres alquilaban caricias a peso.
Y donde le aguardaba la locura.
(CONTINUARÁ)
2 comentarios:
lastima no haber leído este capitulo antes de mi visita a Barcelona. La habría aprovechado mucho mejor, aunque supongo que con los años habrá cambiado
Gracias por el comentario. Ha cambiado: aquel Barrio Chino es ahora más turco-marroquí, y desde los Juegos Olímpicos del 92 se ha ido gentrificando.
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