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Barcelona, 31 de mayo de 1956| CAP. 10 | CAP. 11 | CAP. 12 | CAP. 13 | CAP. 14
- Tú dirás, chato -le espetó la mujer que le había abierto la puerta, cuando la cerró tras de sí. Tendría unos 50 años: no estaba excesivamente pintada ni llevaba un atuendo particularmente favorecedor, apenas una camisa de hombre y una falda larga y ancha. Tenía una espesa media melena castaña, más enmarañada que rizada, y estaba bien entrada en carnes: eso le hizo sospechar a Alonso que podría tratarse de la gobernanta.
El pasillo era estrecho y oscuro, pero Alonso ya llevaba algunos minutos caminando por el Barrio Chino y sus ojos se habían empezado a acostumbrar a la oscuridad... Algo más allá parecía distinguir un cortinaje negro como la noche que bloqueaba el corredor, pero un débil hilo de luz remarcaba la parte inferior del mismo. Ella debía ver al menos tan bien como él en aquellas tinieblas, porque pareció adivinar la duda que le asomó en el rostro, sin llegar a identificar correctamente la causa.
El pasillo era estrecho y oscuro, pero Alonso ya llevaba algunos minutos caminando por el Barrio Chino y sus ojos se habían empezado a acostumbrar a la oscuridad... Algo más allá parecía distinguir un cortinaje negro como la noche que bloqueaba el corredor, pero un débil hilo de luz remarcaba la parte inferior del mismo. Ella debía ver al menos tan bien como él en aquellas tinieblas, porque pareció adivinar la duda que le asomó en el rostro, sin llegar a identificar correctamente la causa.
- Sí, cariño, no te has equivocado. Te noto perdido. Claro: si es que estamos todos igual. ¡Ay, qué guapo que eres, se te van a rifar! Mira, con lo del mes pasado nos han abolido el carnet de puta y nos han cerrado las casas de gomas y lavajes, así que nos hemos tenido que buscar la vida como podemos. ¡Me cago en los de la "cruzada" y en sus santos cojones! Dignificación de la mujer, ¡cabrones! Perdóname, cielo. Ahora somos una pensión, ¿me entiendes? Todas las niñas tenían carnet, y hay cuarto para lavarse, pero las gomas tenemos pocas y hay que cobrarlas aparte, ¿me entiendes?
A Alonso todo aquello no le interesaba para nada:
- Yo es que he venido buscando a un amigo que me ha dicho que iba a pasar por aquí.
- ¡Ah, pues claro, las cosas buenas se tienen que compartir con los amigos! Aunque salgan un poco más caras...
- Mi amigo se llama Ramón...
- ¡Pero hombre no, no! -le riñó amablemente-. Qué vamos a saber nosotras de nombres. ¡Alma de cántaro!
- No, claro... es un caballero de esta estatura -señaló con la mano-, cargado de espaldas, entrecano, con bigote más corto que el mío.
- ¡Pues claro! Si llegó no hace cinco minutos. Lo he llevado arriba al Salón Oriental: es que quería ver a su Mei Ling, como siempre.
- ¿Me puede llevar?
- ¿Al Salón de Oriente? Claro, hombre. Pero el "caballero" no me ha dicho nada de que fueran a ser dos: ya pasarán las otras muchachas a presentarse, que no hay que molestar a los... huéspedes. ¿Cuanto rato va a quedarse...?
La mujer siguió hablando mientras detallaba, con abundantes metáforas y juegos de palabras, los servicios que allí se prestaban. Alonso dejó ver que le interesaba uno, no sabía cuál exactamente, y pagó la cantidad que le dijeron: en aquella época no usaban ni doblones, ni ducados, ni euros, sino una moneda llamada "peseta", que como todo en el futuro, tenía incomprensiblemente más valor en papel que en metal. Pero sólo atendió de manera secundaria a todo aquello, su cabeza andaba en otras cosas: tenía localizado a Olide, y ahora debía permanecer cerca de él y alerta para poder saber cuándo lo mataban y quién era el asesino.
La gobernanta lo acompañó hasta más allá de la cortina. La luz de unos candiles sostenidos por palmatorias clavadas a la pared, le mostró un distribuidor con una serie de puertas cerradas, tras las que se oían gemidos indistintos de hombres, mujeres y camastros. También había una escalera de madera, muy antigua y desgastada, que subía hasta la segunda planta. El techo era bajo, las paredes estaban pintadas con motivos florales, pero llenas de desconchones y humedades que no invitaban a pasar demasiado rato en el lugar.
Subieron, con peligro para su integridad por un escalón maltrecho, y justo después de apartar un cortinaje hecho a base de gruesos hilos trenzados con cuentas de cristal, Entrerríos sintió la misma sensación que cuando cruzaba una puerta del tiempo: aquella habitación iluminada por abombadas linternas de papel escarlata parecía, sencillamente, estar en un lugar y en un tiempo absolutamente distintos y lejanos. Las paredes estaban saturadas de terciopelo rojo, cuadros con signos artísticos pintados con tinta colgaban de las paredes y una pareja de sofás de cuero aborgoñado estaban dispuestos frente a dos puertas redondas. En el aire flotaba un vapor aromático fuerte, un incienso que ardía lentamente en una especie de brasero. Sin embargo, por entre las cortinas de una ventana al fondo de la estancia podía ver que seguía estando la calle de Barcelona en 1956.
- Increíble -dejó escapar.
- Lo sé -sonrió la mujer desde la puerta-, es nuestro pequeño tesoro. Nos lo trajimos tal cual de la casa que teníamos, fue casi lo único que pudimos rescatar. Ponte cómodo, enseguida subirán las chicas.
Y se marchó. Alonso empezó a valorar las opciones: sólo había dos puertas, por tanto dos dormitorios, en uno debía estar Ramón Olide con la tal "Mei Ling". Aplicó la oreja a una al azar, pero no escuchó nada. Antes de poder acercarse a la otra, llegó la primera de las cortesanas.
* * * * * * * * * *
Echando aún varias miradas por encima del hombro, Don Enrique Gaspar alcanzó la Rambla con Amelia del brazo. Parecían un padre y su hija, para cualquier mente bienpensante que los hubiese visto; no había demasiadas a aquellas horas, en una vía tan principal. El bullicio se concentraba, irónicamente, en las callejuelas que habían dejado atrás.
- Me parece muy triste que haya tantas prostitutas -dijo Amelia-. Entiendo que sólo quieren ganarse la vida y no encuentran otro medio, pero son muchas.
- Y tienen muchos clientes -comentó el caballero-. Más me preocupaban los otros individuos con los que nos hemos cruzado. Sigamos andando, no estoy seguro de si aún nos van detrás...
El corto paseo enseguida les llevó a las inmediaciones del Liceo.
- Mi padre me trajo en 1878, vimos El Barbero de Sevilla, de Rossini, con Stagno y Maini.
El otro sonrió, se acarició la barba mientras pensaba y repuso:
- Eso fue... cuando me destinaron a Macao: después de los años en Francia pensaba que me quedaría en Madrid una buena temporada, pero en primavera me enviaron a China. Cosas del cuerpo consular -miró a su alrededor-. La verdad es que hacia años que no pisaba Barcelona; bueno, ¡ahora realmente son muchos!
Ambos rieron. Miraron los carteles en el exterior del palacio de la ópera, pero la temporada ya había terminado hacía varias semanas. Las risas se apagaron, y en algún campanario cercano sonaron once sonoros tañidos.
- Tenéis miedo por Alonso -afirmó Rimbau, más que preguntó.
Amelia apretó los labios:
- No me da miedo. Es el hombre más valiente que he conocido nunca, y sería capaz de plantar cara al más pintado. Pero... no hace demasiado que le hirieron. Un disparo. Se recuperó rápido -palideció un poco al recordar a Alonso en su regazo, desangrándose, y cómo después había abierto sus propias venas por él- pero le hemos dejado en un lugar en el que muy probablemente hay un criminal...
Rimbau se llevó la mano de Amelia que tenía enlazada en su brazo hasta los labios, y le dio un suave beso en el dorso:
- Gracias -dijo él.
- ¿Por qué?
- Es la primera vez que habéis hablado conmigo de algo que de verdad os preocupa desde que nos vimos en Valencia.
Amelia sonrió por cortesía, se deshizo amablemente del brazo de su compañero de patrulla y dio un par de pasos bajo los arcos de la entrada del Liceo.
- Espero que no le dé la vena heroica y se enfrente al asesino -dijo finalmente. Conociendo a Alonso, con pocas esperanzas de que se cumpliera.
* * * * * * * * * *
Alonso había convencido a una de las muchachas de que se echase una siesta en el dormitorio libre mientras él seguía vigilando en el Salón Oriental: total, ya había pagado por una hora entera, y él lo que quería era darle "una buena sorpresa a su amigo" cuando saliera.
Pero ahora tenía otros problemas: el color rojo de las paredes se estaba volviendo cada vez más insoportablemente intenso. Juraría, de hecho, que el terciopelo se estaba comenzando a tornar líquido. Por alguna extraña razón, aquello no le importaba tanto como una sombra que había en el ángulo que hacía el techo con dos paredes. Aquella pequeña sombra triangular le estaba obsesionando: la sombra era inquietante. No: la sombra era maligna. Una obligación inapelable de defender a la doncella que descansaba en el dormitorio se apoderó de él: echó un vistazo al cuarto y allí la vio, donde la había dejado. Antes le había parecido una joven con ganas de agradar pero sin demasiado encanto; ahora que la miraba mejor, incluso en la penumbra reinante, sentía que era la muchacha más hermosa que hubiera conocido nunca. Había algo en sus rasgos y en sus formas que le recordaba a Amelia y a su Blanca, y de pronto la deseaba.
Oyó algo en el Salón Oriental y se volvió presto y alerta: las paredes fluían como si gotearan sangre. Un sonido agudo, amarillo, se le clavó en el olfato por la izquierda, y ahí estaba la sombra, creciendo y extendiendo zarcillos, abriéndose a una oscuridad interior inagotable y sedienta, como una boca plagada de dientes que no podían verse porque eran tan negros como la noche...
- ¡Por los clavos de Cristo!
Sintió como un mazazo en el costado derecho, pero nada le había golpeado: era un grito, tan grave y primario que lo había notado en todos los huesos. Alonso de Entrerríos buscó la espada en su costado, pero había desaparecido. Cierto, la pistola...
El grito venía de la otra habitación: la cruzó, chapoteando sin cuidado en la sangre que goteaba por las paredes. El corazón le latía desbocado, como en los instantes que precedían inmediatamente a una batalla campal. Ignoró a la maligna sombra y derribó la puerta del dormitorio de Olide.
- ¡Ïa, Yog-Sothoth! -gritó el hombre que se golpeaba el pecho desnudo, de pie sobre la cama. La víctima del sacrificio, se dijo Alonso sin entender por qué; Ramón Olide, añadió otra voz más sensata, distante y perdida dentro de su mente. A sus pies, acurrucada y desnuda, había otra hermosa doncella, incluso más que la anterior, de rasgos aún más finos y delicados, como de la mejor porcelana.
Y de entre las sombras que atenazaban el cuarto, se asomó una criatura inhumana que caminaba insultantemente a dos patas, con escamas de reptil y plumas de pájaro, pero con las zarpas y colmillos de una fiera y ojos centelleantes con verdadero fuego. Era su enemigo, Alonso lo sabía. No sólo en esta ocasión, no sólo en esta vida, sino en todas: él era el Adversario, era el Rival:
- ¡Diablo del averno, Satanás encarnado! -le apuntó con el revólver mientras Olide, sobre la cama, seguía golpeándose el pecho, y la doncella oriental sollozaba en el suelo, muerta de miedo.
El monstruo rugió, dio un solo paso y de repente estaba frente a Alonso, y junto a Alonso, y detrás de Alonso. No había sólo uno sino varios, que se multiplicaban y precedían y antecedían, como si el tiempo fuese un espacio más por el que moverse, como si el antes y el después fueran todos uno.
- Todos-en-uno... -murmuró Alonso, reconociendo nombres más antiguos para aquel demonio que le acechaba. Esto ya había ocurrido antes, y sólo ahora lo recordaba-. Todos-en-uno... Yog... Yog...
Olide se colapsó en la cama, preso de convulsiones. Alonso sentía su corazón galopando a velocidades que nunca hubiera imaginado, lo oía retumbando como la carga de la caballería, y mientras tanto el enemigo se multiplicaba más y más, cercándolo completamente, burlándose de él y retándolo a que dijera su nombre.
- Yog... ¡Yog-sothoth! -exclamó Entrerríos, disparando dos veces. Una pluma le golpeó en el rostro, sabía dulce. Una garra le dejó una marca dorada en la espalda, atravesando la chaqueta y la camisa- ¡Ïa, Yog-Sothoth! -volvió a gritar Alonso, desbocado, mientras vaciaba el cargador en los monstruos infinitos, y seguía gritando con toda la fuerza de sus pulmones, como si cada grito pudiera meter una bala más en el cargador-. ¡Ïa, Yog-Sothoth! ¡Ïa, Yog-Sothoth!
Fue entonces cuando él también se derrumbó, tragado por la oscuridad.
Oyó algo en el Salón Oriental y se volvió presto y alerta: las paredes fluían como si gotearan sangre. Un sonido agudo, amarillo, se le clavó en el olfato por la izquierda, y ahí estaba la sombra, creciendo y extendiendo zarcillos, abriéndose a una oscuridad interior inagotable y sedienta, como una boca plagada de dientes que no podían verse porque eran tan negros como la noche...
- ¡Por los clavos de Cristo!
Sintió como un mazazo en el costado derecho, pero nada le había golpeado: era un grito, tan grave y primario que lo había notado en todos los huesos. Alonso de Entrerríos buscó la espada en su costado, pero había desaparecido. Cierto, la pistola...
El grito venía de la otra habitación: la cruzó, chapoteando sin cuidado en la sangre que goteaba por las paredes. El corazón le latía desbocado, como en los instantes que precedían inmediatamente a una batalla campal. Ignoró a la maligna sombra y derribó la puerta del dormitorio de Olide.
- ¡Ïa, Yog-Sothoth! -gritó el hombre que se golpeaba el pecho desnudo, de pie sobre la cama. La víctima del sacrificio, se dijo Alonso sin entender por qué; Ramón Olide, añadió otra voz más sensata, distante y perdida dentro de su mente. A sus pies, acurrucada y desnuda, había otra hermosa doncella, incluso más que la anterior, de rasgos aún más finos y delicados, como de la mejor porcelana.
Y de entre las sombras que atenazaban el cuarto, se asomó una criatura inhumana que caminaba insultantemente a dos patas, con escamas de reptil y plumas de pájaro, pero con las zarpas y colmillos de una fiera y ojos centelleantes con verdadero fuego. Era su enemigo, Alonso lo sabía. No sólo en esta ocasión, no sólo en esta vida, sino en todas: él era el Adversario, era el Rival:
- ¡Diablo del averno, Satanás encarnado! -le apuntó con el revólver mientras Olide, sobre la cama, seguía golpeándose el pecho, y la doncella oriental sollozaba en el suelo, muerta de miedo.
El monstruo rugió, dio un solo paso y de repente estaba frente a Alonso, y junto a Alonso, y detrás de Alonso. No había sólo uno sino varios, que se multiplicaban y precedían y antecedían, como si el tiempo fuese un espacio más por el que moverse, como si el antes y el después fueran todos uno.
- Todos-en-uno... -murmuró Alonso, reconociendo nombres más antiguos para aquel demonio que le acechaba. Esto ya había ocurrido antes, y sólo ahora lo recordaba-. Todos-en-uno... Yog... Yog...
Olide se colapsó en la cama, preso de convulsiones. Alonso sentía su corazón galopando a velocidades que nunca hubiera imaginado, lo oía retumbando como la carga de la caballería, y mientras tanto el enemigo se multiplicaba más y más, cercándolo completamente, burlándose de él y retándolo a que dijera su nombre.
- Yog... ¡Yog-sothoth! -exclamó Entrerríos, disparando dos veces. Una pluma le golpeó en el rostro, sabía dulce. Una garra le dejó una marca dorada en la espalda, atravesando la chaqueta y la camisa- ¡Ïa, Yog-Sothoth! -volvió a gritar Alonso, desbocado, mientras vaciaba el cargador en los monstruos infinitos, y seguía gritando con toda la fuerza de sus pulmones, como si cada grito pudiera meter una bala más en el cargador-. ¡Ïa, Yog-Sothoth! ¡Ïa, Yog-Sothoth!
Fue entonces cuando él también se derrumbó, tragado por la oscuridad.
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