09 marzo 2016

MdT2: Incluso el propio tiempo (VI)

Barcelona, 31 de mayo de 1956
   El sonido de los disparos era casi imperceptible en el bullicio que llegaba desde el tumultuoso barrio del Raval, que el periodista Paco Madrid hubiera bautizado como Barrio Chino en 1925. Amelia pasó por alto la primera detonación, pero al oír la segunda, la tercera, la cuarta, la quinta... ya estaba caminando a buen paso hacia el antro donde habían dejado a Alonso. El sexto tiro lo escuchó más claramente, aún lejano y borroso, pero para ella un signo inequívoco de que algo estaba yendo mal. Avanzó todavía más decidida: sí, era unmal barrio, pero ella ya había cruzado los suburbios de Lisboa con toda la tropa de la Invencible trasegando...
   Pasaron junto a varias tabernas y un cabaret-flamenco, Don Enrique Gaspar siguiendo a la joven a marchas forzadas: la gente seguía arremolinándose en el exterior de los tugurios, entrando y saliendo como hormigas borrachas, sin importarles los posibles tiros o navajazos que se pudieran asestar aquella noche. Amelia se plantó ante la puerta del prostíbulo en el que habían dejado a Alonso. Se oían voces en el interior, gritos y alboroto. Una ventana estaba abierta y, mirando al tejado sobre la misma, alcanzó a distinguir la figura borrosa de una persona recortada contra el cielo nocturno, que desapareció enseguida.
   - ¡Hay que entrar!
   - Tengo una idea -dijo Don Enrique, recuperando el aliento. Y llamó a la puerta. Tuvo que insistir dos veces, hasta que alguien les abrió.
   - No es un buen momento, estamos cerradas -dijo una voz de mujer desde la oscuridad.
   - Soy el Doctor Rimbau, y esta es mi enfermera. Andábamos haciendo una revisión de venéreas aquí cerca y hemos oído el alboroto. ¿Podemos ayudarles? ¿Hay alguien herido?
   La madame avanzó un poco entre las sombras hasta verles las caras: sí, parecían bastante respetables como para estar en aquel barrio por ninguna otra razón.
   - Suban, por favor -dijo. El pasillo estaba lleno de chicas y clientes que habían asomado la cabeza, alarmados por los ruidos que habían llegado del piso superior. Les acompañó hasta la escalera y entonces se giró hacia Don Enrique, extrañada-. ¿Y su maletín?
   - Me lo han... robado cuando salíamos de hacer la última visita -improvisó.
   - ¡Qué indecencia! Así se los coman las ladillas a los muy cabrones...
   El piso superior estaba mejor iluminado. Había un olor penetrante flotando en el ambiente, y una fina nube llenaba la sala de espera con motivos orientales. La ventana abierta correspondía a esta misma, y la ventilación estaba disipando el humo, pero aún así se notaba el olor de un incienso acre y exótico.
   - ¡Como odio esta peste! -dijo la mujer, cerrando las aberturas del incensario que colgaba del techo-. y encima este no ha salido bueno... Aquí están -añadió, guiándoles hacia el dormitorio de la izquierda.

   No había luz eléctrica; la madame había encendido una lámpara de aceite. Ramón Olide estaba derrumbado sobre la cama, desnudo. Su rostro se había congelado en una mueca que sugería algo parecido al fanatismo más agudo: extasiado, feroz, desafiante. No movía ni un músculo, y era posible que estuviera muerto.
   En el suelo se encontraba Alonso de Entrerríos: el corazón le dio un vuelco a Amelia. Una jovencita oriental a duras penas vestida, frágil, pequeña y excesivamente pintada, estaba sentada en el suelo junto a él, y sostenía en su regazo la cabeza del bravo excapitán de los Tercios de Flandes.
   - Nuez de Eseré -dijo ella, sin esperar a ver quien entraba.
   - ¡Mei Ling, deja de una vez a ese hombre! -le increpó la gobernanta.
   - Todavía respira -la china hablaba en un castellano casi perfecto, con apenas un asomo de acento extrajero, concretado en la suavidad excesiva de las erres. Su mirada trataba de esquivar la expresión salvaje del rostro de Olide. Las lágrimas le habían corrido el maquillaje de ambos ojos.
   - Ve para abajo con las demás y deja trabajar al doctor.
   - Prefiero que se quede -intervino Don Enrique-. Parece que ella estaba aquí cuando ha pasado todo y puede ayudarnos a tratarlos.
   - ¿Pasado? -repuso la madame-. ¡Qué va a haber pasado! ¡La típica pelea de celos! Se lían a tiros por una mujer que es de cualquiera que pague. Oímos gritos...
   - ¿Ve esos agujeros? -Amelia señaló la pared más lejana del dormitorio-. Son los disparos. Ahora mire a estos dos hombres: ninguno sangra, ningún tiro alcanzó a nadie. Ha pasado algo más... y si queremos salvar a éste -señaló a Alonso-, tenemos que descubrir qué ha sido.
   La gobernanta se encogió de hombros, cerró la puerta y se fue a tranquilizar al resto de chicas. Don Enrique le tomó el pulso a Ramón: no tenía. El corazón de Alonso, sin embargo, seguía latiendo, aunque peligrosamente desacompasado.
   - ¿Mei Ling te llamas? -dijo él, ofreciéndole una manta- Ahora quiero que nos expliques lo que ha sucedido.
   - No te preocupes -aportó Amelia-, sea lo que sea no saldrá de estas cuatro paredes.
   - Nǐ de péngyǒu -remató Don Enrique, recordando el poco chino que había aprendido en Macao y Hong Kong. "Estás entre amigos".
   Quizás porque Folch era una mujer joven, como ella, o por el escaso chino de Rimbau, la joven pareció confiar en ellos. 
   - La nuez de Eseré viene de África -dijo antes de nada-. Tienen que dársela.
   Se arrebujó en la manta, y comenzó a explicarles: hacía un año que conocía a Ramón. Se habían encontrado por primera vez en el mercado, en Sants. El conductor de tranvía se había prendado de la joven prostituta, y cada mes la visitaba durante una hora en el piso que había tenido en aquel barrio la madame, hasta que se lo cerró la ley contra la prostitución de hacía un mes. No iba a dejar de verla por decisión del Generalísimo...
   - Hoy llegó normal, encantador, como siempre. Es un amor. Era... -parecía a punto de llorar, pero se contuvo-. Y a mitad... del servicio, se puso muy raro. Empezó a decir palabras extrañas, a darse golpes y actuaba como si viera cosas que no estaban...
   - Y a tí eso ya te sonaba -indicó Amelia.
   - Yo nunca lo había visto. Pero mi padre sí: de joven, cuando era aprendiz de herbolario en Xinjiang, y otra vez cuando llegó a Barcelona, hace... 32 años. Me contó esa historia un par de veces: los hombres enloquecían, gritaban, proclamaban el nombre de Shub-Nigurath o Yog-Sothoth. Fiebre de Yog, la llamaban. La mayoría moría enseguida; los que sobrevivían -Alonso se agitó en ese momento, como aquejado por una pesadilla-, acababan por morir en un par de horas. En China no había remedio, pero aquí mi padre encontró nuevas plantas que venían de África, y con la nuez de Eseré le salvó la vida a aquel marino.
   - ¿Sigue teniendo la herboristería, tu padre? -preguntó Amelia, esperanzada.
   - Padre Yuan murió el mismo mes que Mao subió al poder, y me dejó sola y sin nada. La señora González me acogió y me dió este trabajo. Ahora está mucho peor que entonces...
   Folch salió del dormitorio, a la sala de espera oriental, mientras Don Enrique Gaspar seguía hablando con ella y tratando de mantener a Alonso caliente y estable.
   - ¿Salvador? -le habló al móvil.
   - ¿Alguna novedad? ¿Va todo bien?
   - Tenemos un problema muy grave: creo que han envenenado a Alonso. Está inconsciente y cada vez peor.
   - ¡Eso es terrible!
   - También creo que es como han matado a Olide y Alvarado... -al decir los dos nombres tuvo un instante de lucidez en que algo conectó en su cabeza-. Es muy posible que el antídoto sea nuez de Eseré, una planta africana.
   - Tomo nota.
   - Aquí es casi medianoche y no podremos encontrarla a tiempo para salvar a Alonso.
   - Se la haremos llegar inmediatamente. ¿Cómo han descubierto eso?
   - Hay una testigo del episodio de locura de Olide, igual que el de Alvarado. Su padre vio lo mismo en China y en 1924 otra vez en el puerto de Barcelona.
   - China -repitió Salvador-. Esto empieza a tener sentido. Quédense ahí hasta que lleguen con la nuez, les tengo geolocalizados. Buen trabajo.

   Amelia volvió al dormitorio. Alonso se estaba volviendo a agitar, con un sueño intranquilo. De su boca salía un hilillo de sonidos vagamente reconocibles:
   - ...iayogsothoth...iashubnigurath...iaia...
   - Dice que había otro hombre -le dijo Don Enrique.
   - No sé de dónde salió, si estaba escondido debajo de la cama o en el armario o detrás de las cortinas, ni cuánto tiempo podía llevar allí, pero cuando le dio el ataque a Ramón y entró él -le acarició la frente a Alonso-, ya estaba en la habitación.
   - ¿Puedes describirlo? -tanteó Amelia.
   - Estaba oscuro, pero llevaba una máscara como de pájaro, con plumas. Y las manos eran como zarpas... Pasó a su lado antes de que se derrumbara y se fue por la puerta.
   - Y luego por la ventana -Amelia asintió-. Sí, creo que le he visto salir cuando llegábamos.

   Veinte minutos después, un capitán de la marina mercante de rostro severo pero familiar entró en la habitación con un pequeño paquete envuelto en papel de estraza encerado. Su expresión se consternó al ver a Alonso tendido.
   - Es mi padre -la tranquilizó Amelia.
   - Creo que esto es lo que querían -dijo Ernesto, dándole el paquete a Amelia. Ella se lo pasó al "Doctor" y este, a su vez, a la prostituta.
   - Espero qué sepas lo que hay que hacer con la nuez.
   Mei Ling vio lo que había en el paquete: unos cuantos frutos negros que tenían mucha más pinta de habas que de nueces.

   Se irguió, orgullosa de poder demostrar realmente lo que sabía hacer:
   - Padre Yuan me enseñó el oficio, no fue culpa suya que no pudiese heredar la herboristería...
   Improvisando un mortero con un cuenco decorativo y machacando las habas, aún envueltas, con el tacón de un zapato, Mei Ling fue pulverizandolas hasta convertirlas en una especie de polvo. Se sacó del pelo una aguja en la que llevaba prendida una ramita olorosa, le quitó las hojas y las desmenuzó sobre el mejunje oscuro. Luego pidió un vaso de agua, y disolvió la mezcla, que finalmente le hicieron tragar, con mucho cuidado, a Alonso. Su ritmo cardíaco se estabilizó casi al momento; abrió los ojos una vez, relajó la expresión de su rostro, y volvió a perder la consciencia.
   - Hay que tirar lo que sobre -dijo ella-. Si no tiene la "fiebre de Yog", la nuez es venenosa. Debería despertarse en un rato.

   Ernesto aprovechó aquellos minutos para compartir información con Amelia y Enrique.
   - La conexión china de todo esto coincide con los primeros resultados del laboratorio. Dicen que lo que tenía Alvarado en la boca era media semilla de estramonio, concretamente de la especie datura tatula, o como la llaman en China, zǐ huā màn tuó luó.
   - ¿Primeros? -preguntó Amelia-. ¿Hay algo más?
   - Había trazas de otra sustancia que aún no han conseguido identificar, pero siguen trabajando. sin embargo, puede que no sea importante: el estramonio ya coincide con todos los síntomas: visiones, exaltación y fallo cardíaco.
   - Pero mencionan nombres de seres de ficción, incluso Alonso, incluso en China lo hacían ya hace décadas...
   - Jung... un psicólogo, un estudioso de la mente del siglo XX... Tenía la teoría de que hay un inconsciente colectivo común a toda la Humanidad. Arquetipos, formas, miedos, deseos. Quizás esos nombres están ahí, de alguna manera -se encogió de hombros-; quizás Lovecraft los sacó de algún caso de envenenamiento por estramonio que hubo en América y del que le llegó noticia.
   Don Enrique se les unió:
   - He comprobado el armario, no es una puerta del tiempo. Lo que tenemos que saber ahora  es que tienen que ver estos hombres con China. Y porqué iba disfrazado así el asesino...

   Ya casi llegaba la medianoche, cuando Alonso salió, pálido y cabizbajo:
   - Siento mucho haber puesto en peligro la misión -dijo con un hilo de voz-. No sé... qué me ha ocurrido.
   - No tienes nada que sentir -dijo Amelia, agarrándole afectuosamente del brazo-. Te han envenenado.
   - ¿Envenenado? -la voz le tembló con asombro e ira-. ¡Cobardes! ¿Cómo? Nadie...
   Don Enrique miró hacia arriba, hacia el incensario que colgaba del techo:
   - Yo diría que lo han mezclado con eso: lo habéis estado respirando todo el rato que habéis permanecido en la sala de espera. Mei Ling dice que Ramón esperó 15 minutos mientras ella se arreglaba.
   Ernesto estiró la mano y lo descolgó. Alguien había cerrado las ventanitas de la caja.
   - Me lo llevaré para analizarlo, pero es muy probable que don Enrique tenga razón.
   - ¡Ponzoña del demonio!
   - ¿Y ahora?
   Ernesto se puso la vistosa gorra de marinero:
   - Me volveré al Ministerio, pero primero tendrán que ayudarme.
   - Es cierto -dijo Amelia-. Tenemos que tirar a Olide al puerto...

   Pero Folch tenía la mente en otra parte. No estaba de acuerdo con Salvador y Ernesto: aquello no empezaba a tener sentido. Olide. Alvarado. Tenía una idea, pero no encajaba con la siguiente víctima, Jaime Serra, que aún seguía vivo y que sería su última oportunidad para atrapar al asesino sin que el desastre fuera a mayores. Ni encajaba con China. Ni encajaba con la máscara de pájaro. ¿Por qué no encajaba nada?

(CONTINUARÁ...)

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