INTERLUDIO: URBANO VI
Nada perturbaba aquella noche la calma del hombre que se había llamado Bartolomeo Prignano. Pese a la tardía hora y a la oscuridad imperante en el exterior del castillo de Lucca, en la Toscana, él continuaba trabajando, incansable. Uno tras otro escribía, firmaba y sellaba tranquilo los documentos que el correo nocturno distribuiría hacia las cuatro esquinas del mundo. La luz de dos candelabros iluminaba a duras penas la rica estancia, pero era más que suficiente para alumbrar la mesa de nogal que utilizaba, el rico material de escritura y la cera para los sellos; tres correos accedían puntuales a esa cámara (uno a media mañana, otro vespertino y el último, el más insólito, el que ahora aguardaba fuera, casi a medianoche) para recoger la Palabra del Santo Padre. Recordaba como, durante su tiempo como prisionero de otra fortaleza, la de Nocera, cuando Carlo de Durazzo, rey de Nápoles y Jerusalén por la gracia vaticana se volvió contra él, aquellos mismos tres correos habían seguido funcionando, entrando y saliendo del castillo en el más absoluto secreto. Hacía buen uso de aquellos benditos mensajeros, que le permitían seguir conduciendo por el buen camino a la Cristiandad, libre o preso.
Se había llamado Bartolomeo Prignano, pero ahora era Urbano VI, sucesor número 201 de Pedro al frente de la Iglesia de Roma. Nombraba emperadores, confirmaba reyes y estaba dispuesto a conseguir Nápoles para su sobrino Francesco. La caída del Anticristo, al que muchos llamaban Anti-Papa, le seguiría con prontitud.
Todo había comenzado con su nombramiento: por diversos malentendidos, el pueblo de Roma creyó que se había elegido primado a un no-italiano, Jean de Bar. La gente dejó sentir su contrariedad: en realidad era a Bartolomeo a quien habían escogido Papa, aunque en aquel momento se hallaba en otra parte. Volvió y aceptó el cargo, y casi al momento comenzó a amonestar lo que él consideraba conductas deplorables entre la curia. Un grupo de cardenales, con la excusa (o la razón) de que el Papa había sido entronizado sólo por las presiones populares nombró a un Anti-Papa, Clemente VII, que escapó a pontificar desde Aviñón.
Europa entera comenzó a dividirse: Papa o Anti-Papa, Urbano o Clemente. Muchas cosas estaban en juego, viejas rencillas, apoyos políticos, nombramientos y confirmaciones. Y destituciones. El propio Urbano nombró al Rey Carlo tratando de hacer justicia con el gobierno de Nápoles hasta que vio necesario destituirle por su insubordinación. Pero Durazzo no se dejó amilanar ni destituir, y persiguió a Urbano, obligándole a encerrarse en Nocera. Todo eso había quedado atrás: Carlo de Durazzo descansaba en paz hacía años.
Urbano se fue a la cama y se durmió más rápido de lo que esperaba.
Y Dios le mandó visiones en sueños, terribles, terribles visiones en las que vio con exactitud detallada lo que estaba a punto de suceder. Y Dios le dejó vislumbrar apenas lo que ocurriría un poco más adelante, un atisbo de lo que podría llegar a pasar si el libre albedrío humano elegía los caminos necesarios.
Y Urbano se levantó llorando. Lloró toda la mañana, corrió con sus lágrimas la tinta de las cartas que estaba enviando, a todos y cada uno de los monarcas europeos, a los abades y abadesas, a los líderes de los cónclaves y ciudades estado, a los comandantes de los puertos que conocía, y una carta muy especial que partiría hacia Levante. Selló con cera salada todas esas misivas, y siguió llorando el resto del día. Y cuando María de Sicilia, Duquesa de Atenas le preguntó la razón de su llanto inconsolable, Urbano pecó y se lo contó. Meditabunda, María recorrió el castillo entero hasta que, decidida, se lanzó desde la torre más alta de Lucca. Llorando miró Urbano a la pobre reina muerta, con el cuello partido y la cabeza destrozada, y llorando la envidió.
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