03 octubre 2019

El cuento del insólito bardo

   Cotamalla era una tranquila y pujante población a los pies de la Colina del Dragón, donde se alzaban los muros y las almenas del castillo de la condesa Tesera. Se decía que, antaño, la Colina había vomitado fuego, pero cualquier rastro de volcanes o dragones se perdía muchas generaciones atrás. Lo que quedaba, alrededor de la Colina, eran unas tierras harto fértiles donde se cultivaba la mejor uva del país: la Malvasía Poliedris.
   El negocio de la uva, y de los vinos y espumosos que salían de las bodegas del pueblo, había hecho fluir el oro. Quien no trabajaba en los campos, tenía una taberna o atendía la plétora de negocios que nacían para atender a los comerciantes y visitantes, desde posadas a herrerías. La fertilidad de los viñedos y una relativa altitud llegaba a dar dos cosechas al año, si las lluvias acompañaban.

   En el momento en que nos acercamos a Cotamalla, hace una semana que acabó la Fiesta de la Segunda Cosecha, y el otoño se cierne sobre la comarca. La posada del Tonelero Alto comienza a recuperar la normalidad tras una de las semanas más ajetreadas de todo el año: una segunda cosecha se celebra a lo grande y llega a Cotamalla gente de toda la provincia. Héctor, el posadero, saca brillo al mostrador mientras su hija Varda revisa una por una las sillas del comedor. Tiene maña para la carpintería, y nota enseguida cuando la madera necesita o va a necesitar reparaciones o cuidados especiales. Konrad, el benjamín, trastea en la cocina experimentando con uno de sus guisos: hoy quiere hacer algo con uva y patata, algo que no acaba de convencer a Héctor.
   En esas estamos cuando, una hora después del almuerzo, una figura se detiene en la entrada. Imposible no reconocerla: es la condesa.
   - ¡Miseñora Tesera! -dice Héctor con una rápida inclinación de la cabeza-. ¿Qué os trae...?
   - ¿No ha llegado? -lo interrumpe ella quitándose el yelmo, ojeando el comedor.
   - ¿Tiene que llegar alguien? Hoy se han marchado varios huéspedes, pero no hay ninguno nuevo.
   Tesera lleva la melena rubia recogida en un complicado peinado. Su coraza brilla como si acabaran de bruñirla, y muestra con vibrantes colores el emblema del condado. Se acerca al mostrador, asiente orgullosa ante el trabajo de la hija del posadero, y confía a Héctor:
   - El bardo. Mis informadores dicen que viene.
   El posadero levanta las dos cejas:
   - ¿Gary? Miseñora, con todo respeto no comprendo que interés tenéis en ese cantamañanas. ¡Ja! Si supiera cantar. O tocar algún instrumento.
   - Me gustan sus historias.
   - Es lo único que sabe hacer. ¡E incluso esas, las cuenta a medias!
   - Prepara una mesa para cuatro... cinco, con Gary. Que haya uva variada, ya sabes cómo le gustan. Y hojas de parra y carboncillo suficientes.
   - No os dejéis... -la mirada de Tesera corta en seco las protestas de Héctor-. Se hará como disponéis.

   Diez minutos después, la condesa se había desprendido de la coraza y se sentaba, mucho más cómoda, a la mesa que Héctor había dispuesto. No en la cabecera, algo insólito en cualquier otra situación. Entró por la puerta un lechero, de los pocos que ordeñaban vacas por allí.
   - ¿Llego tarde? ¿Ya se ha ido? -pregunta apurado.
   La condesa esboza una sonrisa y le hace una señal. El lechero se sienta delante de ella.
   - Aún no ha llegado -lo tranquiliza, mientras lo mira con curiosidad y, a la vez, extraña aceptación, ya que no cree reconocerlo más que como aquel tipo larguirucho que reparte leche por el pueblo. Nunca habían cruzado palabra.
   - ¡Oh, gracias al cielo! No quería perdérmelo otra vez, señora.
   - Mientras estemos aquí, llámame Tesera. O mejor: Aurana.
   Solo con pronunciar aquel nombre, que no se permitía decir en la corte, la mirada de la condesa brilla de emoción. Aurana, para ella, representaba una libertad sin igual.
   - A mí me pusieron Pilf. Pero el nombre que me gusta es... Karmodeinen.
   - Karmodeinen -repitió la condesa, impresionada. Así que ¡era él! ¡Cuánto había oído hablar de sus hazañas!
   Más tarde llegó el orondo propietario de una bodega vecina, "Burbuja de Oro", que trajo dos botellas de espumoso. Se presentó como Ancon de Kull aunque todos sabían que se llamaba Martin.
   Por último, Gwen Shomak, la tímida y anciana esposa del zapatero, que no quiso más nombre que el suyo.

   Estaban todos sentados, con la mirada puesta en la entrada, expectantes ante la llegada del bardo, que todos habían oído que era inminente. Llegaron otros después (el rumor ya había corrido), que se desilusionaron al ver un solo sitio libre en la cabecera de la mesa y empezaron a llenar las adyacentes.
   Entonces, alguien se sienta en la silla reservada.
   - Ese asiento es para... -dice con ferocidad la condesa mientras taladra con la mirada al osado-. Oh... Hola, Gary.
   El bardo la miraba con su sonrisa mitad beatífica, mitad traviesa.
   Gary se pone de pie en la silla: es un hombrecillo de apenas un metro, con una calva extensa y largos mechones de pelo blanco a los lados. Viste su tradicional túnica roja.
   Se hace el silencio.
   - Veo que tenemos una mesa interesante, uvas poliédricas de todo tipo y ya tenéis listas vuestras hojas de parra -el bardo parece satisfecho, mira a la audiencia reunida y luego, uno por uno a los que se sientan a su mesa-. ¿Queréis un cuento?
   Los cuatro contestann como una sola voz:
   - Sí, Amo.
   Gary asiente, se aclara la voz y empieza a ejercer su insólito arte bárdico:
   - Aurana, Karmodeinen, Ancor de Kull, Gwen Shomak: una negra tempestad os acecha mientras cabalgáis hacia el impresionante Castillo Greyhawk...

F I N

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