16 febrero 2021

Cats (2019): riesgo o temeridad

Recuerdo cuando fui al estreno de la versión cinematográfica de Cats, hace poco más de un año. Esperé un par de semanas tras las primeras noticias de que aquello era un horror con los VFX sin terminar y de que pronto llegarían copias retocadas. Diría que vi la versión finalizada, porque cuando repetí un mes después era igual, aunque estoy seguro de haber detectado al menos una vez un anillo en la mano humana de Judi Dench, supuestamente uno de los errores a corregir que te decían sin lugar a duda cuál de las dos versiones estabas visionando. Era una primera sesión de un día laborable (al salir nos íbamos de karaoke), y en la sala éramos nueve o diez personas. En los susurros que intercambiábamos al inicio de la película se notaba que todos habíamos leído las mismas aterrorizadas advertencias de que aquello era el apocalipsis felino, y habíamos ido con cierta aprensión.


Terminó la película. Todos nos quedamos hasta el final de los créditos. Se encendieron las luces y aún nos esperamos unos segundos en las butacas.

- ¿Y esto era tan terrible? -dijo al fin alguien, con alivio.
- Pero si no está mal -respondió otra persona.
- Es Cats. Hay cosas que no me han gustado, pero es Cats.

Y nos fuimos todos bastante contentos. Sin embargo, en las bromas de los Oscar de sus propios actores, en los premios de los Razzies, en las redes entonces y aún ahora, el mensaje seguía siendo que la película Cats dirigida por Tom Hooper era una catástrofe risible. ¿Por qué esa disparidad? Ahora, con la distancia que da algo más de un año y algunos visionados más, voy a intentar bucear un poco en los riesgos, los aciertos y los fracasos de ese título.

Empezaré distanciándome del rodaje de la película: ha habido una lluvia de acusaciones que señalan al director como un tirano obsesivo sin una idea real a la hora de rodar un musical o gestionar la inmensa cantidad de efectos digitales que requería el film. Están ahí, podéis encontrarlas sin dificultad, haré referencia tangencialmente a ello, pero no es a lo que voy.

No hay duda de que algunos de los grandes problemas que se achacan a Cats la película los comparte Cats el musical. ¿Inconstancia en la relación del tamaño entre los gatos y su entorno? Check. ¿Repelús por la fusión entre felino y humano? Check. ¿Falta de unidad entre los números? ¿De argumento como tal, de historia de un protagonista? Si algo añade la película al musical es unidad y una historia, a veces innecesariamente. Cats es más un espectáculo de danza con canciones (tomando como excusa un libro de poemas infantiles de T.S. Eliot) que una comedia musical al uso. En teatro, Cats funciona por la yuxtaposición de personalidades, la propuesta fantástica y el contraste de emociones, de lo hogareño a lo callejero o sofisticado, de lo piadoso a lo erótico, de lo inocente a lo experimentado, de la comedia al drama, a la tragedia, y a la mística. Es una colección de canciones y coreografías como el original era una colección de poesías. Andrew Lloyd Webber lo intentó de nuevo con Starlight Express, un musical más rockero sobre trenes que hacen carreras por el espacio. Los gatos funcionaron. Los trenes, no (excepto en Alemania).

¿A mí qué no me gustó de Cats? Las bromitas añadidas para los personajes de Rebel Wilson y James Corden. La escatología del "Bustopher Jones" de este último. El Gus del inmenso Ian McKellen me pareció flojo (la subtrama del barco con los tres, vergonzosa). Convertir a Macavity, una presencia satánica prácticamente sobrenatural en el original, en un villano de opereta, y con un Idris Elba al que se ve haciendo lo que puede muy fuera de su salsa. Tampoco me acabó de convencer Taylor Swift, a la que, para mí, deberían haber dejado más libertad en su número.

Todo lo que no me gustó, sin embargo, depende de decisiones personales de la dirección de esta película. Cada uno de esos puntos, sin cambiar ni una coma del texto de las canciones (añadiendo apartes en ocasiones), convierte un musical hoy ya estandarizado en teatro, donde los maquillajes, los vestuarios, las coreografías, los tipos físicos de cada personaje, ya están predefinidos, en una suerte de versión de autor. Lo que se condensa en un vertedero en escena (unidad de espacio) se expande por varios rincones de un barrio bajo londinense en la película. Una riqueza que aprovecha ligeramente el nuevo medio, pero a la que realmente solo se saca brillo en el número de "Skimbleshanks, the railway cat": en teatro, los gatos crean el tren ante nuestros ojos aprovechando elementos tirados en el vertedero, nuestra imaginación y la suya, apoyadas por el chacachá de la música, completan lo que realmente no está ahí. En el cine, esa imaginación es la que extiende el espacio y nos permite salir del teatro hasta las vías del tren y sus vagones. Ese número no se limita a la realidad de los gatos, por muy mágica que sea, sino que por fin entiende y aprovecha del todo las posibilidades de llevar Cats al cine. 

De antiguo las compañías teatrales ofrecían su versión de los clásicos, e incluso giraban con ella: la Fedra de Sarah Bernhardt, la Medea de Nuria Espert, el caballo de Jose María Rodero. El Hamlet de Laurence Olivier no es el de Kenneth Branagh, que no es el de David Tennant. Pero sobre todo con el advenimiento del megamusical, las grandes producciones no solo se venden con su música y su libreto, sino con su estética, desde sus coreografías a sus vestuarios e incluso sus decisiones interpretativas. Se intenta imitar el original, o la versión de Sam Mendes o la que sea más famosa. Se clonan. Cuando en Chequia deciden montar un Phantom of the Opera sin contar con los recursos estéticos originales, o en Dallas Les Miserables adaptados estéticamente al siglo XX, resulta sorprendente, cuando es lo más normal en una producción teatral que la compañía y el director creen su propia visión del texto. 

Eso es lo que está haciendo Tom Hooper, Debra Hayward, Lee Hall, quien sea que haya tomado esas decisiones, con los cambios que no me gustan. Puede considerarse riesgo o temeridad, aciertos o desaciertos, pero imprime un compromiso artístico mayor, salga o no bien la apuesta, incluso cuando solo cede a los impulsos básicos de Hollywood de meter famosos y hacer humor "actualizado". Como lo es el neón de las calles y el bar de leche, que intenta romper con lo clónico. Y cómo otros cambios que sí me parecen acertados, desde la nueva canción compuesta por Swift y Webber, sencilla pero bien integrada, la elección de Dench como Deuteronomio o de Jason Derulo como un Rum Tum Tugger más paranoico y menos chuloplaya. Para clon ya existía el VHS/DVD de 1999: ya sabemos cómo es la versión teatral de Cats. Este está intentando acercarlo a la audiencia y el sentido del drama y del humor del siglo XXI. 

Si eliminamos todo lo que no les gusta de Cats, el musical, a los que aborrecen Cats, la película, ¿queda esta totalmente redimida? No. Hay un problema de uncanny valley en algunos de los rostros de los gatos, detalles innecesariamente incómodos u omitidos en su fisionomía, falta de integración de FX en algunos puntos (porque posiblemente hubiera hecho falta 5 meses más para que la película estuviera postproducida como se quería), y es muy probable que con un director más consciente de las necesidades de un film que debe ser procesado intensamente fotograma a fotograma, hubiera salido mejor. Pero a esta película hay que agradecerle que huya del paquete prediseñado, del todo incluido:  los Miserables (2012) de Hooper fueron la ortodoxia. Cats (2019) es por un lado más experimental, y por otro más hollywoodiense (con todo lo bueno y lo malo de ambos). 

Y no es tan terrible. No está tan mal. No es fantástica, hay cosas que no me gustan: pero sin duda alguna es Cats.

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