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¿Cuánto dura un segundo? Porque aquello era lo que podía quedarle de vida a Amelia: cada latido podía ser el último.
La mente de Julián estaba funcionando a mayor velocidad que en toda su vida, tratando de recordar todo lo que sabía, descartando lo inútil y rebuscando los detalles prácticos de lo que había leído en el manual del Samur. Toxina, ingerida, de efecto rapidísimo, desde luego no dependía de la digestión para hacer efecto. Sustancias naturales, nada de compuestos de diseño. Si tuviera carbón activado podía dárselo a Amelia... no, eso sólo evitaría que el tubo digestivo absorbiera el veneno. Igualmente podía olvidarse de la hidroxicobalamina, hasta 1952. Nada de cristaloides. Síntomas, síntomas: tenía que buscar síntomas en Amelia para poder saber a qué se enfrentaban. Se la veía nerviosa, preocupada, había palidecido, pero no parecía tener problemas para respirar, ni taquicardia, ni vómitos...
La sala entera parecía haber contenido la respiración: Julián, Alonso, Teodosio, Magno, Elen, Conan... todos la miraban. Fue la propia Amelia quien rompió el silencio, aún con una mano sobre la garganta:
- Creo... creo que estoy bien.
Numerio tenía la mirada clavada en el perro, el viejo laconio de Teodosio, que yacía en el suelo. Lo tocó con el pie, y siguió inmóvil. Parecía claro que había expirado.
- Yo... Señor... Lo siento muchísimo... No sé cómo...
- Alguien ha intentado matarnos -constató Magno Clemente Máximo, más confuso que airado. Todos dejaron sus cálices, al instante.
- Alguien ha intentado matar a alguien -precisó Teodosio-, pero no a todos -señaló a Amelia-. Por lo menos su copa no estaba envenenada.
- ¿Qué queréis insinuar? -dijo Alonso, frunciendo el ceño.
- No estoy insinuando, estoy constatando. Ella no está envenenada. El perro sí. El perro bebió de la copa de Magno. Alguien quería matar a Magno pero no a Claudia. Iulianus nos avisó: creo que él es el único de todos los presentes que puede estar libre, en este momento, de sospecha.
Alonso, Conan y Magno empezaron a protestar. Teodosio les hizo callar con un gesto imperioso, pero cuando habló lo hizo con calma.
- Ninguno va a salir de esta habitación hasta que aclaremos los hechos. Si alguien intenta escapar, el resto de nosotros acabará con su vida. ¿Me he expresado con claridad?
- Estoy de acuerdo -dijo Alonso.
- No tengo nada que ocultar. Era mi copa la que estaba envenenada -apostilló Magno.
- Tienes razón: eso también te excluiría, en principio. Pero, por supuesto, podrías haber tomado un antídoto antes, o simular que bebías, si hubieras puesto el veneno en la copa.
- ¡Primo!
- No te estoy acusando, Magno. Mi afecto por ti es el mismo que cuando entraste por esa puerta. Pero tenemos que saber -miró a su pariente directamente a los ojos, buscando su comprensión. Al cabo de poco, éste asintió:
- Tenemos que saber.
- Deberíamos reconstruir exactamente lo que ha ocurrido -instó Amelia-. Numerio: ¿tú sabías que Magno y su familia iban a venir hoy?
El fiel sirviente miró a su amo, que asintió, dándole permiso para hablar libremente:
- No, miseñora. Salí a la cocina para comprobar que todo estaba listo para el almuerzo, y vi por la ventana que se acercaban sus caballos. Vine a avisaros de su llegada inmediatamente.
- ¿Alguien más tocó el vino que nos serviste?
- Yo mismo abrí la crátera y preparé los cálices.
- ¿Cuánto tiempo hace que trabajas en esta casa?
Teodosio respondió por él:
- Numerio lleva 40 años sirviendo a la familia, noble Claudia, desde antes que nosotros naciéramos. Me ha cuidado como un segundo padre, me enseñó a leer, procuró por mí durante mis fiebre infantiles... y en ocasiones también de Magno -el otro asintió-. Ha estado con nosotros toda la vida. Si por cualquier razón Numerio hubiera querido matarnos, a mí o a mi primo, no hubiera tenido peor ocasión que ahora.
- Es verdad -dijo Magno-. No puede ser él. Si hubiéramos muerto, no ganaría nada, y todas las sospechas hubieran caído sobre su persona. Pero ha tenido cientos de oportunidades antes.
- ¿Y si al perro, sencillamente... le llegó su hora? -sugirió Alonso.
- ¿Y si al perro, sencillamente... le llegó su hora? -sugirió Alonso.
- ¿Sabemos si están envenenadas todas las copas? -preguntó entonces Elen. Era la primera vez que hablaba desde que había llegado. Tenía un acento exótico y duro, y una voz más grave de lo que su aspecto permitía suponer.
- ¿Alguien se atreve a comprobarlo? -dijo Julián, haciendo un gesto hacia los cálices. Todos los miraron con aprensión
- ¿Cómo hacemos eso? -preguntó Numerio. Julián se encogió de hombros.
- Podemos traer animales y que beban -sugirió Conan.
- Nadie va a salir de aquí -recordó Alonso, acercando la mano al gladius.
- No es necesario -atajó Teodosio, señalando un pequeño utensilio de plata-. Podemos tocar la campana, acudirá un sirviente y encargaremos que nos traigan corderos de los corrales. ¿Os parece bien?
Así se hizo. El siervo que acudió a la llamada, aunque extrañado, organizó las cosas para que fueran llevados al triclinium ocho corderillos. Los animales apenas se atrevían a moverse, y se negaron a probar aquella sustancia alcohólica hasta que Alonso, Conan y Elen les forzaron. Descorazonadoramente, meros instantes tras probar el contenido de cada copa, uno tras otro cordero fueron cayendo redondos... excepto uno. El que probó el cáliz de Amelia.
- Todos estaban envenenados -dijo Magnus acusadoramente-. ¡Todos menos el suyo!
Amelia sentía que debía decir algo para defenderse. Pero era cierto que las circunstancias la apuntaban a ella.
- Quizás deberíais considerar la cuestión de otro modo -apuntó entonces, sagazmente, Alonso. Cuando quería, podía ser muy diplomático-. ¿Quién querría acabar con la vida de todos nosotros, pero pondría reparos en matar a una vestal?
- Alguien consignado a protegerla -apuntó Teodosio, provocando casi un exabrupto de Alonso-. Pero es cierto: ningún ciudadano del Imperio soportaría la infamia de atentar contra una vestal.
- Yo no arriesgaría mi vida por una pagana así -dijo Magnus-. Y creo que tú tampoco. Somos cristianos, Cristo es el único Dios y el único sagrado.
- No hemos avanzado mucho, me parece -dijo Amelia, pasando por alto el intento de ofensa-. Numerio no fue porque ha tenido docenas de oportunidades mejores de mataros a vosotros... pero no a nosotros, que acabamos de llegar. Sin embargo, ¿por qué iba a matar a los amos a los que es fiel para acabar con tres viajeros recién llegados? Iulianus no es porque él nos avisó del peligro, y su copa estaba envenenada. Elen y Conan no son porque ellos probablemente no tendrían apego al culto de Vesta como para salvaguardar precisamente mi vida.
- Os sorprendería el apego que tenemos por los misterios de otras tierras -dijo Elen con más dulzura de la que Amelia esperaba.
- Magnus y tal vez nuestro anfitrión no hubieran considerado mi vida sacrosanta. En cualquier caso, sus copas, como las de Elen y Conan, también estaban envenenadas. Y yo respondo por Marcus Meridius -terminó, señalando a Alonso.
- ¿Respondéis con vuestra vida? -preguntó Magnus con brusquedad.
- ¿La estáis amenazando? -dijo Alonso, poniéndose entre Amelia y el general romano y empuñando el gladius.
- Ella misma lo ha dicho: todos tenemos razones para no ser los homicidas, menos ella. ¿Quién iba a sospechar de una vestal?
- Estáis diciendo que hay que sospechar de ella porque nadie sospecharía de ella -señaló Julián.
- Estoy diciendo que uno de nosotros ha intentado matar a todos los demás, y sólo ella hubiera salido con vida -y desenvainó también la espada.
Amelia pasó por delante de Alonso y se arrodilló delante de Teodosio:
- Decididlo vos.
- Señora...
- Decididlo vos -insistió Amelia, apartando a Alonso que volvía a intentar interponerse entre los romanos y ella-. ¿Creeis, sinceramente, que yo he intentado mataros?
Magnus le entregó su espada a Teodosio. El joven miró el arma y luego a Amelia. No la notaba atemorizada. Y sin embargo, antes...
- No, no lo creo -dijo Teodosio. Magnus parecía decepcionado-. Su copa estaba limpia. Pero ella no lo sabía. Cuando supuso que había bebido de una copa preñada de muerte, durante un momento, sus ojos nos dijeron que creía que iba a morir. Todos lo vimos...
- Podía estar actuando -dijo el general Magnus, sin demasiada convicción. Pero era cierto: él también había visto el pánico en la mirada de la vestal durante aquellos inciertos momentos después de la muerte del laconio. Finalmente admitió-. No, es cierto. Ella no lo sabía.
Recogió la espada que su primo le devolvía, y devolvió a la vaina.
- Volvemos a estar como al principio. Nadie ha sido. Pero alguien ha sido. Alguien ha intentado matarnos a todos excepto a la vestal.
- Tal vez no -dijo Julián. Llevaba un rato examinando a los animales muertos, y creía que había descubierto algo. Volvió a asegurarse-. Es mentira.
Amelia lo miró con curiosidad. Alonso abrió mucho los ojos.
- Jul...
- No -le interrumpió Julián-: es mentira que alguien haya intentado matarnos a todos. Los corderos y el perro aún están vivos.
Todos miraron en derredor, a los animales tendidos en el suelo, inanes. Estaban bastante seguros de que no respiraban.
- Su corazón late exactamente una vez cada minuto. Están prácticamente muertos... pero no están muertos.
- ¡Magia oscura! -murmuró Conan.
En ese momento, se detuvo en la puerta uno de los siervos de la casa:
- Señor, ¿debería hacerle pasar ya?
Su entrada y su frase los cogió a todos por sorpresa.
- ¿A... a quién? -acertó a decir Teodosio.
- Al mensajero de Roma. Llegó justo detrás de su pariente.
Por referencia, miraron a Magno, que se había llevado una mano a la barbilla, pensativo:
- Es verdad que adelantamos en la calzada a un jinete. Parecía estar mirando las herraduras del caballo. Ahora que lo mencionáis, puede que sí llevara los colores del cursus publicus.
- Hazle pasar -dijo Teodosio. El sirviente se marchó inmediatamente, y el señor de la casa empezó a pasear nerviosamente-. Algo me dice que el mensajero está relacionado con esta infamia. El asesino no quería que recibiéramos ese mensaje.
- Es verdad -dijo Numerio. Y desde un par de metros, con gran estruendo, le pegó un tiro a Teodosio.
1 comentario:
Jajajaja! Qué bueno! Me encanta! :D
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